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Chapter 18 - Capitulo 17

El calor del mediodía se filtraba por la lona de la carpa, tiñéndola de un resplandor anaranjado. Yo aguardaba en silencio, sentado en un banco de madera toscamente tallado, con el arco apoyado en mis rodillas. Mis manos sudaban, no tanto por el calor, sino por la tensión que se acumulaba en el aire. Había logrado llegar hasta la ronda final. Solo tres quedábamos en pie, y yo era uno de ellos.

Jamás lo habría creído posible.

Al principio, la multitud me había tomado como un entretenimiento menor: un muchacho demasiado pequeño para tensar un arco grande, una curiosidad que sería eliminada en la primera prueba. Recuerdo los murmullos, las carcajadas contenidas, las apuestas en mi contra.

Pero cada ronda me mantenía firme. Mis flechas daban en el blanco, mis manos no temblaban, y mi mirada no se apartaba del objetivo. Uno tras otro, los competidores caían eliminados. Y con cada acierto, algo inesperado ocurrió: el público cambió de bando.

Primero fue un grupo pequeño, hombres del puerto que lanzaban monedas en mi nombre entre risas. Luego, mercaderes y hasta caballeros comenzaron a alentarme, con voces cada vez más fuertes. La incredulidad se convirtió en expectativa, y la expectativa en apoyo.

Podía escucharlos afuera, aunque la lona amortiguaba el estruendo. Voces que gritaban mi apodo improvisado, vítores que pedían que siguiera avanzando. Esa energía, como una ola invisible, me golpeaba el pecho con fuerza.

No estaba solo.

Y al mismo tiempo, lo estaba más que nunca.

Porque sabía que la final no sería limpia. Los ojos de algunos lores se habían posado en mí con un brillo extraño, y ya había visto las sonrisas torcidas de ciertos escuderos en las rondas anteriores. Era claro que alguien no aceptaría perder contra un niño.

El heraldo llamó a los finalistas, y crucé el umbral de la carpa. El rugido de la multitud me golpeó como un trueno. Afuera, el campo de tiro parecía más largo que nunca, con los blancos alineados a la distancia, casi desafiando a los hombres a alcanzarlos.

Éramos tres.

El primero, un joven de una casa menor de las Tierras de la Corona. Vestía con cierto decoro, una sobrevesta de paño azul con el emblema de su familia bordado en plata. Su arco era más grande que él mismo, pulido y fuerte, y lo llevaba con la confianza de quien ha tenido buenos maestros y mejores recursos. Había en su mirada un destello de orgullo… y de soberbia. Algo en la forma en que sus dedos jugueteaban con la cuerda me hizo sospechar que ese sería mi verdadero obstáculo.

La segunda finalista era una sorpresa aún mayor: una cazadora de un pequeño pueblo cercano a Rosby, traída por pura curiosidad del torneo. Su ropa era sencilla, de cuero gastado y sin adornos, pero sus ojos claros reflejaban la firmeza de alguien acostumbrada a sobrevivir con cada disparo. Llevaba un arco ligero, más tosco que los demás, pero su postura era firme, práctica, y la multitud la reconocía como una extraña que había llegado demasiado lejos para ser ignorada.

Y luego estaba yo: un niño de seis años, cubierto de pies a cabeza para ocultar mi identidad, convertido en el centro de las apuestas y las miradas.

El heraldo levantó la voz, pidiendo silencio.

—¡Tres finalistas, tres flechas, y un único vencedor! Cada ronda, el blanco retrocederá hasta que solo uno permanezca.

El murmullo del público estalló en vítores y apuestas. Desde lo alto, podía sentir las miradas del palco clavadas en mí: la de mi padre, la de la reina, la de Rhaenys… y la de Daemon, que sonreía como si estuviera esperando que hiciera algo insensato.

Respiré hondo, apreté el arco en mis manos y di un paso al frente.

La final había comenzado.

La prueba consistía en dar en el centro del objetivo. No bastaba con acertar: solo los disparos más precisos serían dignos de avanzar.

El heraldo explicó las reglas con voz solemne:

—¡Comenzaremos a 100 pies! Quien falle el centro será eliminado. Luego, los blancos retrocederán a 120 pies, y finalmente, a 160 pies. Tres rondas. Tres flechas. ¡Y un campeón!

El murmullo del público se elevó como un mar inquieto. Desde las gradas, los gritos de las apuestas se entremezclaban con vítores y abucheos. Algunos nombraban al joven de la casa menor, confiados en la calidad de su arco y el linaje que lo respaldaba. Otros señalaban a la cazadora, murmurando que la experiencia de la caza valía más que la nobleza en un concurso de tiro. Y muchos, para mi sorpresa, me alentaban a mí, el pequeño encapuchado que había llegado más lejos de lo que nadie esperaba.

Frente a nosotros se alzaban los blancos: discos grandes de madera reforzada, pintados con círculos concéntricos rojos y negros, el centro marcado por un punto dorado que brillaba a la luz del sol. El de 100 pies parecía cercano, casi alcanzable. Pero yo sabía que el verdadero desafío estaba en los siguientes.

Los finalistas nos alineamos en el campo. El noble menor se adelantó con paso seguro, adoptando una pose impecable, casi de manual, como si quisiera que todos vieran que había sido entrenado en la disciplina desde niño. La cazadora, en cambio, no perdió tiempo en florituras: tensó su arco con la naturalidad de quien lo había hecho miles de veces en bosques y praderas.

Yo ajusté mi capucha, respiré hondo y recordé cada práctica en los patios de la Fortaleza Roja, cada consejo de los instructores, cada vez que mis flechas habían encontrado el blanco a pesar de mi corta edad. No podía fallar.

El heraldo levantó el brazo.

—¡Preparados!… ¡Apunten!... ¡Fuego!

Tres cuerdas crujieron al unísono.

Las flechas volaron como relámpagos bajo el sol, cortando el aire. La del noble menor golpeó el centro con un estruendo seco, provocando una ovación inmediata de sus partidarios. La de la cazadora se clavó un poco ladeada, pero aún dentro del círculo dorado: precisión de cazadora, sin duda.

La mía, la más ligera de todas, silbó en el aire. Por un instante, temí que la distancia fuera demasiada… pero la flecha se incrustó en el mismo centro, vibrando aún en el blanco como si celebrara conmigo.

El público estalló en gritos. Algunos aplaudieron, otros rieron incrédulos, y más de uno empezó a cambiar sus apuestas al ver que el niño misterioso no era un simple azar.

—¡Los tres finalistas aciertan el primer blanco! —anunció el heraldo, mientras los sirvientes arrastraban los objetivos hacia atrás, alineándolos a 120 pies.

El murmullo se volvió más denso. Allí, en esa segunda distancia, era donde los arqueros de verdad empezaba la verdadera competencia.

Yo sabía que ahí comenzaría la verdadera prueba.

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