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Chapter 17 - Capitulo 16

El sol de la tarde bañaba el palco real en tonos dorados, arrancando destellos en las copas de plata y en las joyas que colgaban de las damas presentes. Desde aquella altura, el coliseo parecía un hormiguero en movimiento: los arqueros alineados, los heraldos dando órdenes, y la multitud vibrando con cada flecha lanzada.

Viserys, reclinado en su asiento con una copa de vino en mano, frunció el ceño mientras barría con la mirada el campo.

—No veo a Jaehaerys por ninguna parte… —comentó en voz baja, casi como para sí mismo.

Alicent, a su lado, enderezó la postura.

—Su alteza estaba en la tienda real hace apenas un rato. Tal vez haya ido al coliseo antes que nosotros —dijo, con un tono demasiado firme, como si quisiera convencerse a sí misma.

Corlys Velaryon, que ocupaba un lugar más abajo junto a Rhaenys, alzó una ceja con gesto inquisitivo.

—Un príncipe ausente en un torneo real no pasa desapercibido, su majestad. —Sus palabras eran corteses, pero cargadas de insinuación.

Rhaenys no añadió nada de inmediato; sus ojos estaban fijos en el misterioso arquero encapuchado. Finalmente, murmuró:

—Quizás no esté tan ausente como creemos.

Viserys la miró un instante, desconcertado, pero antes de responder notó otra ausencia.

—Daemon y Rhaenyra… tampoco los veo en el palco.

—De seguro prefirieron recorrer el campamento a su manera —dijo Alicent, con un deje de desagrado—. No son conocidos por su puntualidad.

El comentario quedó suspendido en el aire, y mientras tanto, abajo en la arena, los heraldos ya llamaban a los arqueros para la tercera ronda.

Los heraldos arrastraron los blancos unos cuantos pasos más hacia atrás hasta que quedaron alineados a noventa pies de distancia. Desde las gradas, los espectadores guardaron silencio expectante: la prueba ya no era para aficionados.

Los primeros en caer habían sido los muchachos inexpertos, los hijos segundones enviados por sus casas en busca de gloria fácil. Sus flechas, que en la primera ronda rozaban apenas el blanco, ahora se clavaban torcidas en la arena o caían a mitad de camino, arrancando carcajadas del público. Los más veteranos resistían, pero incluso ellos tensaban las mandíbulas: aquella distancia exigía precisión y fuerza en partes iguales.

Yo respiré hondo bajo la capucha. El arco pesaba más de lo que recordaba, y cada tiro drenaba mis brazos pequeños como si llevara plomo en los huesos. Noventa pies… un mundo entero separaba la cuerda de mi mano del blanco apenas visible al otro extremo.

Un caballero fornido a mi lado lanzó su flecha, que voló recta un instante antes de desviarse y quedar clavada fuera del círculo pintado. Maldijo en voz baja, consciente de que solo le quedaba otra oportunidad.

El heraldo alzó la voz:

—¡Tercera ronda! Tres flechas por arquero. Quien falle dos veces, quedará eliminado.

El murmullo de la multitud creció como un trueno. Algunos nombres ya se gritaban con fuerza: caballeros de renombre que aún seguían en la liza, hijos menores de casas nobles que buscaban dejar huella. Y entre todos ellos, yo… una silueta menuda, cubierta de pies a cabeza, con un arco que parecía demasiado grande para mis brazos.

Tensé la cuerda. Mis dedos temblaban, no de miedo, sino del esfuerzo. Contuve el aire en mis pulmones, apunté más alto de lo habitual para compensar la distancia, y solté.

La flecha surcó el aire con un silbido agudo. Un latido de silencio… y luego el sonido inconfundible de la madera al recibir el impacto. Había dado en el blanco, no en el centro, pero lo suficiente para mantenerme en la competencia.

La grada estalló en vítores y exclamaciones incrédulas. Algunos apostadores se tiraban de los cabellos al ver caer a sus favoritos, mientras otros, con las venas del cuello hinchadas, ya gritaban por el "pequeño arquero encapuchado".

Yo inspiré profundamente, ignorando el dolor en mis brazos. Sabía que cada tiro era una batalla contra mi propio cuerpo. Y que la siguiente flecha decidiría si seguía en pie… o me derrumbaba junto a los eliminados.

Dirigí la mirada hacia el palco, apenas un instante, como buscando entre la multitud una sombra familiar. Y entonces la vi.

Mi tía Rhaenys me observaba fijamente, los labios curvados en una sonrisa apenas perceptible, esa clase de gesto que no necesitaba palabras para decirlo todo. Sus ojos violetas brillaban con la certeza de quien ya había resuelto un enigma.

Un escalofrío me recorrió la espalda y aparté la vista de golpe, bajando la capucha un poco más sobre el rostro.

—Mierda… ella lo sabe. —El pensamiento me atravesó como una flecha directa al pecho.

Sentí un sudor frío en las palmas mientras volvía a tensar el arco. No había duda: Rhaenys era demasiado astuta para dejarse engañar. Había visto más allá del disfraz, más allá del niño encapuchado entre hombres adultos.

Pero, ¿diría algo? ¿O se quedaría callada, disfrutando del secreto?

En el palco, su esposo Corlys murmuraba algo en su oído, pero ella apenas asintió, sin apartar los ojos de mí. Esa mirada me atravesaba a la distancia como si me hubiera despojado de cada capa y me viera por lo que realmente era.

Tragué saliva y volví a concentrarme en el blanco. No podía dejar que el temblor en mis manos delatara mi nerviosismo. Una cosa era que sospechara… otra muy distinta, que todos lo supieran.

—Hermano, lamento llegar tarde —la voz inconfundible de Daemon Targaryen resonó con su habitual mezcla de descaro y ligereza mientras ascendía las gradas—. Estuve merodeando por el campamento con mi curiosa sobrina. —Al decirlo, lanzó a Rhaenyra una mirada cargada de complicidad, como si compartieran un secreto que nadie más debía conocer.

Ambos se acomodaron en el palco, tomando asiento junto a Corlys y Rhaenys. La Princesa de Rocadragón lucía serena, aunque sus labios curvados dejaban ver un atisbo de satisfacción; disfrutaba, sin duda, de la incomodidad que su sola presencia provocaba.

Corlys arqueó apenas una ceja, saludando con una inclinación breve, mientras Rhaenys mantenía la vista fija en la arena, disimulando la chispa de interés que aún brillaba en sus ojos.

Viserys, al ver a su hermano, sonrió con una mezcla de alivio y resignación.

—Daemon… siempre entrando como si el mundo esperara por ti. —Sacudió la cabeza, aunque su tono estaba lejos del reproche severo.

Daemon se dejó caer en su asiento con desparpajo, estirando las piernas como si estuviera en su propio salón.

—Y dime, ¿me he perdido de algo? —preguntó, señalando con la barbilla hacia la arena, justo cuando otra flecha se clavaba en el blanco.

Rhaenyra, en cambio, no apartaba los ojos del arquero encapuchado.

—Tal vez —respondió en voz baja, como si hablara para sí misma—. Tal vez algo muy interesante.

Daemon siguió su mirada con curiosidad, los labios arqueándose en una sonrisa peligrosa.

"Tienes toda la razón".

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