El sudor todavía me corría por la frente mientras repasaba con un paño el arco que reposaba sobre mis rodillas. La prueba de los ciento veinte pies había sido brutal. Para un cuerpo tan pequeño como el mío, cada flecha disparada se sentía como si me desgarrara los brazos. Pero lo había logrado. A duras penas, sí… pero lo había logrado.
Me encontraba en mi carpa, aislado del bullicio del coliseo, intentando controlar mi respiración. El murmullo de la multitud llegaba hasta mí como un rugido lejano, mezclado con el redoble de tambores que marcaban el paso de cada ronda.
Recordé el momento final de la prueba, la cazadora había fallado, algo que me resultaba incomprensible. Su postura, su precisión… todo en ella gritaba experiencia. Yo la había observado en las rondas previas: cada tiro era firme, cada movimiento, seguro. Pero cuando le tocó disparar a los ciento veinte pies, algo cambió.
Antes de tensar la cuerda, vi cómo cruzaba una mirada fugaz con el otro competidor, Ser Darron Rollingford. Fue apenas un instante, pero bastó. Sus ojos, que siempre brillaban con confianza, se nublaron de repente. Había miedo allí. Un miedo que no tenía nada que ver con la distancia del blanco ni con el peso del arco.
Su flecha voló torcida, clavándose lejos del centro. El público rugió decepcionado, y la cazadora bajó la cabeza como si cargara con una losa invisible.
"Algo ocurrió… —pensé, apretando los dientes—. Algo parece ir extraño."
Me recliné hacia atrás, dejando escapar un largo suspiro. El arco descansaba a mi lado, reluciente bajo la luz de la lámpara de aceite. Mi cuerpo estaba agotado, pero mi mente hervía con preguntas. ¿Qué le había hecho Rollingford a la cazadora? ¿Una amenaza? ¿Un soborno rechazado?
Sea cual haya sido el motivo, todavía estaba yo en el medio de su victoria. El caballero Darron Rollingford había esperado que aquel desenlace se diera a su favor, que cada flecha clavada en el centro del blanco reforzara su gloria ante nobles y plebeyos por igual. Pero allí estaba yo, un intruso en su camino, alguien que no debía haber llegado tan lejos.
Pronto, el noble tramposo vendría por mí. Lo presentía. Y cuando lo hiciera, no sería solo un tiro al blanco lo que decidiría el resultado, sino quién de los dos estaba dispuesto a ir más lejos para reclamar la victoria.
—
Encontraron algo tus hombres, ser Harwin? —preguntó Arryk, su mano reposando con firmeza sobre la empuñadura de su espada, como si en cualquier instante esperara malas noticias. Su voz sonaba cargada de impaciencia, y sus ojos repasaban los rostros de los guardias dorados reunidos en una plaza de la ciudad.
—Hasta ahora no ha habido nada —dijo Harwin Strong, soltando un largo suspiro que delataba su cansancio. El sudor perlaba su frente, fruto de las idas y venidas por las calles abarrotadas.
Arryk lo observó con el ceño fruncido, impaciente, como si con solo mirarlo exigiera respuestas.
—¿Nada? —repitió, con voz dura, como si la palabra misma fuera inaceptable.
Harwin apretó los labios antes de añadir:
—Algunos comerciantes del mercado mencionan haber visto a un caballero de capa blanca siguiendo a una figura pequeña, embozada de pies a cabeza… pero eso es todo. Nadie puede decir hacia dónde se dirigieron.
Arryk se llevó una mano a la barba con gesto tenso. Su otra mano, como por instinto, volvió a apoyarse en la empuñadura de la espada.
—Podría ser cualquiera… o podría ser justo lo que tememos.
—Señores caballeros, ¿querrían comprarme esta figura de madera? —preguntó un niño en harapos, acercándose tímidamente con un caballo mal tallado entre las manos pequeñas y sucias.
Harwin lo miró con pesar y negó con la cabeza.
—Lo lamento, pequeño. Hoy no traje monedas conmigo.
El niño forzó una sonrisa, encogiéndose de hombros como si estuviera acostumbrado a la negativa.
—Está bien, lo entiendo. —Hizo una pausa, bajando la voz, como si compartiera un secreto—. Pero escuché que andaban buscando a alguien… una figura pequeña, seguida de un caballero de capa blanca.
Arryk, que hasta entonces caminaba abstraído en sus pensamientos, giró bruscamente y lo encaró con seriedad.
—¿Y dónde los viste? —preguntó, con tono seco, aunque sin dureza.
El chiquillo señaló hacia el este, con su dedo delgado y mugriento.
—Los vi dirigirse a la Calle de los Herreros.
Arryk asintió con gravedad y le arrojó una moneda de plata que brilló al caer en las manos del niño.
—Gracias por tu cooperación, pequeño.
El chico la atrapó con rapidez, sus ojos se iluminaron como brasas encendidas. La guardó contra el pecho con una mezcla de sorpresa y alivio.
—Parece que es mi día de suerte —murmuró con una sonrisa genuina—. Mi hermana no pasará hambre este mes.
Harwin y Arryk no se detuvieron a escuchar más. Ya habían puesto rumbo al lugar señalado, con la urgencia marcada en sus pasos.
Llegando a la calle de los herreros empezaron a preguntar tienda por tienda.
Llegaron a la Calle de los Herreros, y el calor de las forjas los envolvió de inmediato. El aire estaba cargado de humo y chispas que escapaban de cada taller, mezclándose con el olor a hierro fundido y carbón. El golpeteo incesante de los martillos contra el yunque formaba una sinfonía metálica que retumbaba en los oídos de cualquiera que pasara por allí.
Arryk avanzaba con el ceño fruncido, su mano reposando sobre la empuñadura de su espada, mientras Harwin, con paso firme, iba deteniéndose frente a cada herrería. Preguntaban en cada puerta, interrumpiendo a herreros sudorosos y aprendices tiznados de hollín.
—¿Han visto a un muchacho cubierto con vendas y un caballero de capa blanca? —preguntaba Harwin con voz grave.
La mayoría negaba con la cabeza, demasiado ocupados en su trabajo para fijarse en los transeúntes. Otros apenas levantaban la vista de sus yunques, respondiendo con un gruñido o un gesto de indiferencia.
Pero en cada negativa, la impaciencia de Arryk crecía. Su mirada recorría cada esquina, cada sombra, como si esperara encontrar de un momento a otro a su hermano gemelo y al príncipe desaparecido.
El calor era sofocante, y el sudor resbalaba por sus frentes bajo el peso de la preocupación. La Calle de los Herreros no solo era un laberinto de talleres y humo; también era un lugar donde los secretos podían esconderse con facilidad, entre ruidos, sombras y rostros ennegrecidos por el carbón.
Harwin se detuvo en seco frente a un taller más apartado, menos concurrido, pero mejor organizado.
Se acercó a un viejo que aparentaba unos cincuenta años, de cabellos y barba ya blancos, con las manos endurecidas por años de trabajo en la fragua. El sonido metálico del martillo contra el yunque se detuvo apenas un instante cuando Harwin le habló.
—Señor, ¿ha visto a un niño que estaba en compañía de un caballero? —preguntó con seriedad.
El herrero levantó la vista lentamente, con un aire distraído, como si aquellas palabras apenas lo rozaran.
—Veo muchos niños pasar por estas calles —respondió con voz grave y cansada, volviendo a dejar los ojos sobre el hierro incandescente—. Algunos venden baratijas, otros piden pan… todos parecen iguales cuando tienes que mantener el fuego vivo.
Arryk frunció el ceño, a punto de insistir, pero el viejo se adelantó con una sonrisa extraña, como si saboreara un secreto.
—Pero hoy me visitó un niño muy especial… —dijo, y entonces dejó el martillo a un lado, secándose el sudor con la manga ennegrecida—. Sí, el niño príncipe. El mismo que ustedes buscan.
Arryk dio un paso brusco hacia él.
—¿Qué dijiste?
—El muchacho vino a recoger el arco que le fabriqué —continuó el herrero, imperturbable—. Lo tomó con sus propias manos, lo probó, y luego partió junto al caballero.
Harwin y Arryk se miraron de inmediato, un silencio pesado se instaló entre los tres. El viejo, en cambio, regresó a su yunque como si no hubiera revelado nada fuera de lo común.
—El fuego no guarda secretos —añadió mientras el martillo volvía a golpear el metal—. Lo revela todo tarde o temprano.