Arryk fue el primero en romper el silencio. Se inclinó un poco hacia adelante, con el ceño fruncido y la voz grave.
—Mi príncipe… ¿es consciente de lo que está diciendo? Habla de secretos que no deben ocultarse al rey. Justo él fue quien me ordenó buscarle. Si Su Majestad creyó necesario que lo encontrara, ¿cómo espera que yo calle lo que escuche aquí?
Harwin lo secundó, aunque con un tono menos duro y más cauteloso.
—Vuestra Alteza, nadie en este salón duda de su palabra ni de su juicio. Pero entiéndanos: si callamos algo que comprometa a la seguridad del reino, también estaríamos faltando a nuestro deber. Servimos a la corona, y al servirla, le servimos a usted.
Las palabras de Harwin resonaron con firmeza, aunque su mirada denotaba una chispa de respeto genuino. El hijo mayor de Lyonel Strong no era un hombre de medias tintas; su lealtad estaba ligada a la estabilidad de la corona, y eso lo hacía cuidadoso con cada paso.
Erryk dio un paso hacia delante, su semblante sereno pero firme.
—Arryk, Harwin… os ruego escucharlo. Conozco a mi príncipe, y sé que no habla en vano. Si pide silencio, es porque lo que va a revelar no puede salir de estas paredes todavía. No porque desee engañar al rey, sino porque aún no es el momento.
Arryk clavó sus ojos en Jaehaerys, buscando en su rostro una señal de certeza o de duda. Finalmente suspiró, como quien carga un peso incómodo.
—Entonces hable claro, mi príncipe. Díganos qué es lo que le preocupa… y déjenos decidir si estamos dispuestos a llevar esa carga con usted.
—Bien —dije, clavando la vista en los dos hombres que representaban la ley en esta sala—. Entiendo que tu deber, Arryk, es llevarme ante el rey; no pretendo quitarte ese juramento. Iremos en breve. Pero antes necesito algo que vale más que una orden: vuestra confianza.
—Esto no es un asunto ligero. Puede que esté paranoico, pero prefiero errar por precavido que arriesgar vidas inocentes. Si vamos a acusar, necesitamos pruebas sólidas; si vamos a esperar, necesitamos cautela. Por ahora, prefiero tener la espalda pegada a la pared y actuar con sigilo —susurré, y mi voz no buscó conmover, sino convencer.
Yo fui el competidor encapuchado que participó en el torneo de tiro al blanco —confesé finalmente, dejando escapar el aire como si me librara de un peso. Mis palabras quedaron flotando en la sala silenciosa, donde solo estábamos nosotros cuatro, rodeados por las sombras de las antorchas.
Me dejé caer en uno de los asientos de la larga mesa, y apoyé ambas manos sobre la madera pulida antes de continuar.
—Lo hice por fama y reconocimiento, debo admitirlo. No fue una idea sabia, lo sé… pero sentía la necesidad de demostrar de qué era capaz sin que mi nombre me precediera. Para ello mandé a diseñar un arco especial, uno cuya cuerda no fuera tan rígida, de manera que pudiera tensarlo y disparar con rapidez bajo esa identidad secreta.
Mis ojos recorrieron los rostros de los tres hombres, buscando señales de incredulidad o reproche. Luego seguí hablando, mi voz un poco más firme.
—Avancé hasta la final. No sé si por suerte, por destreza… o porque así debía suceder. Fue allí cuando empecé a notar cosas extrañas. La joven que había llegado junto a mí a la última ronda, así como el noble Darron Rollingford, comenzaron a comportarse de forma inquietante. Recuerdo con claridad el rostro de ella: estaba asustada, como si supiera algo que los demás ignorábamos.
Me incliné un poco hacia delante, bajando el tono.
—En su turno la vi temblar, y en el momento de tensar la cuerda, cruzó la mirada con Rollingford. No fue un gesto casual, fue… casi una advertencia silenciosa. Un recordatorio de que alguien más estaba tirando de los hilos de ese torneo.
El eco de mis últimas palabras se apagó en el salón, mientras el silencio pesaba como un muro.
A la hora de mi turno… —continué, con la voz baja pero firme—, un hombre entró a mi tienda de descanso. Ese lugar estaba reservado únicamente para los competidores, y aun así él lo atravesó como si no existiera guardia ni regla que pudiera detenerlo.
Me quedé pensativo un instante, recordando aquel momento.
—Se presentó con su nombre, sin rodeos, y me observó como si ya supiera quién era yo… o más bien, quién creía que era. Pensó que yo no era más que un escudero, un muchacho con algo de puntería que servía bajo las órdenes de algún caballero.
Clavé los ojos en Arryk y Harwin, midiendo su reacción antes de continuar.
—Me habló de manera condescendiente, como si quisiera comprar mi lealtad. Dijo que jóvenes como yo podían resultar útiles… que siempre hay espacio para un sirviente dispuesto a obedecer. Y cuando notó que no respondía como esperaba, cambió de tono. Se volvió frío, amenazante. Me advirtió que, de no saber cuál era mi lugar, podría terminar mal parado.
Apoyé ambas manos sobre la mesa, inclinándome hacia ellos.
—Él no sabía con quién hablaba en realidad. Me miraba y solo veía a un escudero encapuchado, alguien insignificante. Y precisamente por eso su amenaza es aún más peligrosa: porque lo hizo con la seguridad de que nadie lo castigaría, de que podía actuar sin temor a represalias.
Un silencio pesado llenó el salón.
—Ese hombre era Maelor.
—Los alrededores del torneo, en teoría, estaban bajo la vigilancia de un escuadrón de Capas Doradas… —dije con un dejo de amargura en la voz—. Pero no fue así. Los hombres que rondaban no eran los del rey. Eran hombres de Maelor, vestidos y actuando como si fueran autoridad. Eso solo puede significar una cosa, ser Harwin: que alguien dentro de tus filas le está sirviendo en secreto.
Harwin frunció el ceño, sorprendido, pero no interrumpió.
—Y no es lo único que me dijo. —Continué, con la mirada fija en el vacío, como si aún escuchara la voz de aquel hombre—. Afirmó que nadie extrañaría a un escudero si llegaba a desaparecer. Un muchacho cualquiera, sin nombre ni familia. Sus palabras fueron claras… y frías.
Respiré hondo y los miré a los dos directamente.
—Y si lo pensamos bien, concuerda con lo que ha estado pasando. Rumores llegan al consejo del rey: vagabundos, huérfanos, incluso niños pequeños que nadie reclama… desaparecen. Los informes se registran como simples murmuraciones de taberna, nada digno de la atención de los lores. Pero yo creo que son algo más. Creo que alguien se ha aprovechado de esa indiferencia para cubrir sus pasos.
El silencio en el salón se volvió aún más denso, como si cada palabra quedara flotando sobre nosotros.
—Si es así… —continué, bajando un poco la voz como si temiera que alguien más pudiera escucharnos—, ese hombre no solo estaría manipulando un torneo o comprando voluntades. Estaría metido en apuestas ilegales, en extorsión, y hasta en la posible venta de esclavos.
Apoyé un puño cerrado sobre la mesa, con firmeza.
—¿Y quién sabe en qué más? Quizá eso solo sea la superficie. Si puede moverse libremente dentro de un lugar custodiado por los hombres del rey, si puede hablar de desapariciones con esa seguridad… entonces lo que hemos visto es apenas una sombra de lo que realmente controla.
Los observé a ambos en silencio, esperando su reacción.