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Chapter 30 - Capitulo 29

El heraldo hizo sonar el cuerno con solemnidad, y el murmullo del público se apagó como una llama en la brisa. Los primeros contendientes se acercaron a la liza: Ser Harrold Darklyn de Valle Oscuro, vestido con un arnés de acero bruñido adornado con la media luna de su casa, y frente a él, Ser Symond Buckwell de Antlers, cuya armadura relucía bajo el sol matutino, con un ciervo blanco pintado sobre su escudo.

Ambos caballeros saludaron a los jueces y dieron un último giro con sus caballos antes de tomar posición en los extremos de la pista.

—Dos hombres de linaje antiguo —murmuré a mi tío Daemon, sin apartar la vista del campo—. No me sorprendería que Darklyn intentara dar espectáculo.

Daemon sonrió, apoyando un codo en el respaldo del asiento.

—Los Darklyn siempre buscan la gloria en los torneos, aunque pocas veces logran mantenerla.

Los trompetazos resonaron, y los corceles partieron al galope. El estrépito de los cascos golpeó como un tambor de guerra, y las lanzas bajaron con firmeza. El choque fue brutal: la lanza de Symond golpeó con fuerza el escudo de Darklyn, astillándolo, pero sin derribarlo. El público lanzó un rugido de sorpresa y aprobación.

—Buen golpe, lo ha hecho tambalear —dije, inclinándome hacia delante—. Pero Darklyn se mantuvo firme. Tiene más experiencia de lo que aparenta.

Los caballeros se giraron en sus monturas y regresaron a sus puestos. El heraldo alzó la voz, avivando la expectación de la multitud.

—¡Un punto para Ser Symond Buckwell!

El segundo asalto comenzó con la misma tensión. Esta vez, Darklyn bajó la lanza en un ángulo perfecto, apuntando con precisión al hombro de su rival. El impacto resonó como un trueno, y Symond se tambaleó en la silla, sujetándose con todas sus fuerzas. El público contuvo la respiración, y luego estalló en vítores cuando el caballero logró mantenerse montado.

—Ahí lo tienes —dije en voz baja, con una sonrisa—. Ha respondido golpe por golpe.

Daemon arqueó una ceja, divertido.

—La justa siempre revela quién es de acero y quién solo de oro pintado.

Llegó el tercer y último asalto. El silencio cayó sobre el campo, tan pesado que hasta los cascos de los caballos parecían redoblar como tambores solemnes. Los jinetes cargaron, y en el instante del choque, la lanza de Darklyn se partió en un estrépito seco, clavándose en el pecho del escudo de Symond. El impacto lo sacó de la silla y lo lanzó por los aires. El cuerpo del caballero rodó por la arena en medio del ruido metálico de la armadura, levantando un suspiro colectivo de la multitud.

El heraldo levantó las manos, proclamando con voz clara:

—¡Victoria para Ser Harrold Darklyn, señor de Valle Oscuro!

El público explotó en aplausos y vítores, ondeando estandartes y lanzando gritos de júbilo. Darklyn levantó los restos de su lanza como trofeo, saludando a los asistentes con una inclinación orgullosa.

Yo aplaudí con moderación, observando cómo Symond era ayudado a levantarse por sus escuderos.

—Ha sido una caída limpia. Ningún hueso roto… por ahora.

Daemon soltó una risa ronca.

—Es solo el inicio, sobrino. Antes de que termine el día, más de un caballero no volverá a montar con la misma espalda.

Me acomodé en el asiento, con los ojos aún fijos en la arena. El torneo apenas comenzaba, pero ya se podía sentir la tensión, la mezcla de honor, peligro y ambición que flotaba sobre cada choque.

—Harrold Darklyn… me suena haberlo escuchado —murmuré mientras observaba al caballero alzar su lanza en señal de victoria.

—Quizás te estás confundiendo, hermano —intervino Rhaenyra, acercándose a mi lado con su habitual aire seguro—. Estás pensando en Ser Steffon Darklyn, uno de los actuales Capas Blancas de la Guardia Real.

Asentí ligeramente, aunque no aparté la vista del campo. El escudo roto de Harrold aún colgaba en su brazo, pero su porte era firme, orgulloso.

—Aun así, parece que de los Darklyn vienen buenos guerreros —comenté, dejando escapar una leve sonrisa.

Rhaenyra inclinó apenas la cabeza.

—La Casa Darklyn lleva siglos al servicio de la Corona. Sus tierras están en Valle Oscuro, un puerto cercano a Desembarco del Rey. Durante generaciones, sus lores han servido como consejeros, espadachines y hasta guardianes de la Fortaleza Roja. No es extraño verlos destacar en justas o torneos, su linaje siempre se ha preciado de su disciplina marcial.

Daemon, que escuchaba desde más atrás, soltó una risa baja, cargada de ironía.

—Sí, los Darklyn… orgullosos hasta la médula. No olvides que también son de los pocos lores de la Corona que alguna vez se atrevieron a desafiar a un rey Targaryen. El orgullo de Valle Oscuro puede ser tan afilado como su acero.

—¿Desafiar? —pregunté, con el ceño fruncido.

Daemon alzó su copa de vino, como si con ese gesto cerrara cualquier detalle incómodo.

—Historias viejas. No importa ahora.

Me quedé pensativo, siguiendo con la mirada a Ser Harrold mientras era vitoreado por el público. Su porte, su manera de levantar el casco para saludar al palco real… había en él una mezcla de gallardía y osadía que imponía respeto.

—De todas formas, hoy ha demostrado ser un guerrero formidable —dije en voz baja, casi para mí mismo.

Rhaenyra sonrió con sutileza.

—Lo importante es que supo mantenerse en la silla y responder golpe por golpe. Eso es lo que distingue a un caballero de nombre, Jaehaerys.

Me quedé en silencio, asimilando sus palabras, mientras en la liza los heraldos ya preparaban el siguiente enfrentamiento. El aire estaba cargado de expectación; apenas había comenzado el torneo y ya se sentía que la gloria y la desgracia rondaban muy cerca de todos los participantes.

El día continuó con las justas de los participantes. El sol ya estaba alto en el cielo y el calor comenzaba a sentirse en el campo, aunque nadie entre los presentes parecía prestarle atención. El bullicio de los heraldos, las aclamaciones del público y el estruendo de los cascos sobre la arena mantenían vivo el fervor del espectáculo.

Los caballeros entraban de dos en dos, algunos con armaduras bruñidas que reflejaban la luz como espejos, otros con correajes más humildes, mostrando la diferencia entre las casas nobles y los caballeros errantes que buscaban fortuna y gloria en aquel improvisado torneo.

Cada enfrentamiento traía consigo un murmullo de apuestas y comentarios: quién resistiría mejor el embate, qué caballo se veía más firme, cuál lanza se rompería primero. Las casas presentes se esforzaban en mostrar su valía frente al rey Viserys, que observaba desde su palco con gesto solemne, aunque sus ojos se iluminaban por momentos con la emoción de los choques.

Jaehaerys seguía con atención cada combate, observando cómo la destreza, la fuerza y la suerte se mezclaban en un solo instante al chocar las lanzas. Veía caer a algunos caballeros con estrépito, levantando polvo, mientras otros salían triunfantes y saludaban con sus lanzas alzadas hacia la multitud o hacia el palco real.

El torneo avanzaba, enfrentamiento tras enfrentamiento, y la sangre de dragón en mis venas hervía con una mezcla de admiración y deseo. Parte de mí quería estar ahí, probarme en la arena como aquellos hombres, aunque otra voz me recordaba que no era mi lugar, que mi destino no se decidiría nunca en la arena de una justa.

Los nombres seguían siendo llamados, las lanzas astilladas se amontonaban a un costado, y el público no perdía ni un instante de entusiasmo. Cada caída arrancaba un rugido, cada victoria un estallido de aplausos. El día pertenecía a los caballeros, pero las miradas, sin importar el desenlace, siempre se dirigían hacia el palco real, donde el rey y su familia presidían la justa.

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