Al día siguiente
Antes de que los gallos cantaran, la Fortaleza Roja ya había cobrado vida. Desde las almenas más altas, los estandartes con los dragones de tres cabezas ondeaban contra el cielo aún oscurecido. El aire estaba cargado de una tensión que se sentía en cada rincón: caballeros de la Guardia Real recorrían los pasillos con paso firme, los sirvientes susurraban nerviosos y hasta los aprendices de escuderos movían sus armas en silencio, como si el castillo entero esperase el estallido de una tormenta.
En el patio de armas, los cascos de los caballos resonaban contra el adoquinado mientras escuadras de capas doradas iban y venían, convocadas de improviso por órdenes que nadie explicaba. La luz de las antorchas iluminaba los muros de piedra rojiza, dándole al castillo un aspecto aún más sombrío y severo que de costumbre.
Dentro, en los corredores principales, se sentía el murmullo de la corte despierta antes de tiempo. Los lores menores preguntaban con ansiedad qué había sucedido, y los criados evitaban cruzar miradas, como si temieran que cualquier palabra mal dicha los comprometiera.
Mientras tanto, en la cámara real, el rey Viserys I Targaryen dormía, ajeno a todo lo que ocurría afuera. Las pesadas cortinas carmesí bloqueaban la primera luz del amanecer, y el aire olía a cera derretida y vino añejo.
De pronto, un fuerte golpeteo interrumpió el silencio.
Golpe. Golpe.
—Su Majestad… —la voz grave resonó al otro lado de la puerta—. El lord Mano solicita una audiencia inmediata. Dice que ha ocurrido algo de suma importancia.
Era Ser Harrold Westerling, Lord Comandante de la Guardia Real, quien golpeaba con el puño enguantado en la pesada puerta. Su tono, normalmente calmado, llevaba una urgencia poco común.
Viserys, aún somnoliento, se incorporó en su lecho.
—¿Qué puede ser tan importante a estas horas? —gruñó, mientras se pasaba una mano por el rostro.
Del otro lado, el silencio fue breve, hasta que Harrold respondió con voz firme:
—Es sobre su hermano, el príncipe Daemon… y la princesa Rhaenyra.
El corazón del rey dio un vuelco.
—
Las puertas de la cámara real se abrieron con un chirrido pesado. La figura del Lord Mano, Otto Hightower, apareció escoltada por dos capas blancas que lo acompañaban con semblantes tensos. El amanecer apenas iluminaba su rostro, pero aun en la penumbra se podía notar la severidad en sus ojos.
—Perdonadme, Majestad —dijo inclinándose con respeto, aunque sin perder la urgencia—. He venido a traeros noticias que no podían esperar.
Viserys, todavía sentado en su lecho con la túnica suelta, lo miró con fastidio.
—Debe ser grave, Otto. No es costumbre que me arranquéis del sueño a esta hora.
Otto respiró hondo, como si la noticia le quemara en la lengua.
—Lo es, mi rey… Esta misma noche, la princesa Rhaenyra fue vista en compañía de vuestro hermano, el príncipe Daemon, en lugares… inapropiados. Lugares de mala fama, propios de la plebe.
El silencio que siguió fue helado. Las antorchas chisporroteaban, como si el fuego mismo dudara en arder.
—¿Qué estás diciendo? —la voz de Viserys retumbó en la cámara.
Otto bajó un poco la mirada, con ese gesto calculado de quien sabe que sus palabras serán dagas en el corazón de su señor, pero que no puede ni debe callarlas.
—Que vuestra hija, la heredera al Trono de Hierro, fue llevada por vuestro propio hermano a un burdel de la ciudad. Allí fueron vistos juntos, demasiado juntos… y los rumores ya corren por Desembarco del Rey como fuego en campo seco.
Viserys se incorporó de golpe, dejando que la túnica se deslizara de su hombro. Su rostro enrojeció de furia.
—¡Mientes, Otto! ¡No permitiré que mancilles el honor de mi hija con palabras de chismosos!
El Mano no se inmutó.
—No traigo rumores, Majestad. Traigo informes de hombres en los que podéis confiar. Vuestro hermano ha jugado una partida peligrosa… y temo que ya ha puesto en riesgo no solo el nombre de la princesa, sino la estabilidad misma de vuestra sucesión.
Viserys cerró los puños, luchando contra el torbellino de emociones que lo asaltaban: incredulidad, ira, y el amargo dolor de la traición.
—¿Escuchas lo que estás diciendo, Otto? —rugió Viserys, su voz vibrando en las paredes de la cámara—. ¡Esto puede ser tildado de traición! Difamar el honor de la princesa heredera y del hermano del rey es un crimen que se paga con la cabeza.
El silencio fue pesado, roto solo por el crepitar de las antorchas. Otto no retrocedió; al contrario, dio un paso hacia adelante, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—Lo sé, Majestad. Soy consciente del riesgo de mis palabras —respondió con tono grave, casi solemne—. Y es precisamente porque sé lo que implican, que me atrevo a pronunciarlas. No sería digno de mí como Mano del Rey callar lo que ya murmura toda la ciudad.
Viserys respiraba con fuerza, como si cada palabra fuera un golpe contra su paciencia. Sus ojos, encendidos de ira y de dolor, se clavaron en Otto.
—Daemon… —pronunció el nombre con veneno en la lengua—. Siempre él.
Golpeó con el puño la mesa cercana, haciendo saltar los pergaminos y la jarra de vino que descansaban allí.
Otto bajó un instante la mirada, y cuando volvió a hablar lo hizo con fría certeza:
—Mandad llamarlo, Majestad. Si el príncipe Daemon nada tiene que ocultar, lo dirá ante vos y el consejo. Pero si guarda silencio… será la prueba de que mis palabras no eran sino la verdad.
Viserys permaneció unos instantes inmóvil, respirando con dificultad, antes de dar la orden con una voz que no admitía réplica:
Otto, en cambio, se mantuvo en su lugar, firme, como un hombre que había puesto una daga sobre la mesa y esperaba a ver quién se atrevía a tomarla.
—¿Dónde está Rhaenyra? —preguntó el rey, con la preocupación desgarradora de un padre que intenta aferrarse a la calma.
Otto inclinó ligeramente la cabeza antes de responder, eligiendo cada palabra con cuidado.
—Ella se encuentra bien, Su Majestad. Fue traída de regreso a la Fortaleza Roja por mis hombres… —hizo una pausa, su voz endureciéndose—. La hallaron sola, en un burdel de la ciudad.
Viserys abrió los ojos de par en par, como si las palabras fueran cuchillos.
—¿Sola? —repitió con incredulidad, levantándose de golpe del lecho.
Otto asintió.
—Daemon ya no estaba por ninguna parte cuando llegamos. Había huido, o se había escabullido, no lo sabemos aún. Pero los testigos… —Otto respiró hondo, como si esas palabras fueran ceniza amarga—, los testigos aseguran que entró con ella.
El silencio se volvió insoportable. La sangre martilleaba en los oídos del rey. Dio un paso hacia Otto, con los puños cerrados.
—¡Basta! —rugió, su voz resonando como un trueno—. ¡No dirás más hasta que Daemon esté ante mí!
Las venas se marcaban en su cuello, y sus ojos parecían dos brasas encendidas por la furia. El padre, el rey, el hermano, todo en él se mezclaba en un torbellino de dolor y rabia.
—Que lo traigan arrastrado si es necesario —continuó con voz grave, volteándose hacia los capas blancas que aguardaban en la puerta—. ¡Quiero a Daemon Targaryen frente a mí antes de que el sol se alce del todo!
Los guardias asintieron de inmediato, desapareciendo tras las puertas de madera que se cerraron con estrépito.
Otto permaneció quieto, con el rostro impenetrable, aunque en el fondo de sus ojos brillaba la satisfacción fría de quien sabe que ha movido una pieza clave en el tablero.
Viserys, en cambio, se dejó caer en el borde de su lecho, con la respiración agitada, llevándose las manos al rostro. No era el rey quien sufría en ese instante, sino el padre… traicionado por un hermano, temeroso por el futuro de su hija.