Se podía ver a dos guardias arrastrando a un hombre por los pasillos de la Fortaleza Roja. El eco de sus botas resonaba contra las losas mientras la figura forcejeaba inútilmente.
—¡Sueltenme! —vociferaba con la voz pastosa, cargada del hedor a vino—. ¿Acaso no saben quién soy, pequeñas ratas?
El olor a alcohol era tan fuerte que parecía precederlo antes que sus palabras. Sus cabellos estaban revueltos, sus ojos enrojecidos, y la túnica oscura que llevaba estaba manchada con vino y barro.
—Guarde silencio, mi príncipe —gruñó Ser Harrold Westerling, el Lord Comandante de la Guardia Real, que marchaba a su lado con gesto severo—. El rey lo manda a llamar.
Daemon intentó zafarse con un tirón, pero los tres caballeros que lo custodiaban no le dieron tregua. Aún con su fuerza y su fiereza, la borrachera había apagado sus reflejos, y era inútil oponer resistencia frente a hombres sobrios y disciplinados.
—¡Malditos perros con capa! —escupió Daemon, tambaleándose entre sus captores. Su labio sangraba por un golpe anterior y un moretón se extendía en su pómulo. Pese a todo, mantenía en el rostro una sonrisa torcida, como si aquella humillación no fuera más que otro juego.
Las puertas del salón real se abrieron con un chirrido solemne, y la comitiva ingresó con paso firme. El silencio de los cortesanos presentes fue absoluto. Todos los ojos se posaron en la figura del príncipe arrastrado como un vulgar criminal.
Daemon alzó la barbilla, intentando recuperar algo de dignidad en medio de su desgracia, aunque sus palabras volvieron a traicionarlo.
—Vamos, soltadme ya… —masculló, tambaleándose—. Este no es lugar para mí… sino para reyes.
Viserys lo esperaba en el trono menor, de pie, los puños apretados y el rostro endurecido por la ira contenida. La tensión en el aire era tal que hasta las antorchas parecían chisporrotear con nerviosismo.
Las murmuraciones crecieron en el salón cuando Daemon fue arrojado de rodillas ante el rey. El príncipe, con el cabello enmarañado y el rostro marcado por golpes, levantó la mirada con una sonrisa desafiante, casi burlona.
Viserys dio un paso al frente, los ojos inflamados de furia. Su pecho subía y bajaba con fuerza, como si cada respiración contuviera el peso de un volcán a punto de estallar.
—¡Salgan todos! —tronó su voz, grave, cargada de autoridad.
Los cortesanos se miraron entre sí, indecisos. Ni un susurro se atrevió a cortar el aire denso del salón.
—¡He dicho que salgan! —repitió Viserys, esta vez con un rugido que hizo retumbar las paredes de la estancia.
Otto Hightower fue el primero en inclinarse con frialdad, como un hombre satisfecho de que el espectáculo llegara a este punto. Ser Harrold asintió y, con un gesto de su mano, ordenó a los guardias abrir las puertas. El sonido metálico de las armaduras acompañó la retirada.
Uno a uno fueron saliendo todos: los caballeros, los servidores, los consejeros… hasta que el salón quedó vacío, salvo por dos hermanos frente a frente.
Las puertas se cerraron con un golpe sordo, y el silencio que quedó fue más pesado que el murmullo anterior.
Viserys descendió los escalones, lentamente, como un juez que se prepara para dictar sentencia. Su mirada se clavaba en Daemon como cuchillos, pero el príncipe, tambaleante, sonrió de lado, mostrando la osadía que siempre lo había caracterizado.
—Hermano… —dijo Daemon con voz ronca, casi burlona—. ¿Así es como recibes al hombre que quiere "honrar" a tu hija?
Las palabras cayeron como una daga al corazón de Viserys.
Daemon se incorporó con dificultad, tambaleándose sobre las rodillas. Su túnica desordenada y el hedor a vino impregnaban el aire. Sus ojos, inyectados en sangre, se clavaron en los de su hermano, brillando con esa mezcla de arrogancia y desafío que tanto lo caracterizaba.
—¿Acaso no lo entiendes, Viserys? —dijo con una sonrisa torcida, como si se burlara del dolor ajeno—. Tu hija ya no es una niña. Y si los rumores vuelan por la ciudad… ¿qué mejor solución que un matrimonio? Yo soy sangre de tu sangre. ¿Quién más podría reclamarla con la misma legitimidad que yo?
Las palabras resonaron en el salón vacío, venenosas, repugnantes.
Viserys apretó los puños, sus uñas hundiéndose en la palma de sus manos. Dio un paso más hacia adelante, con el rostro endurecido, pero aún luchaba por contenerse.
Daemon ladeó la cabeza, estudiando cada gesto de su hermano. Luego, con un suspiro fingido, se dejó caer sobre el suelo de piedra, recostándose contra una de las columnas, como si todo aquello fuese un juego.
—Déjala que elija, si quiere a su tío… ¿por qué negárselo? —murmuró, su tono cargado de burla venenosa—. ¿O acaso temes que ella prefiera a un hombre de verdad antes que a tus cortesanos blandos y aburridos?
El silencio se rompió. Viserys respiraba con violencia, su ira bullía a punto de estallar.
Daemon sonrió, satisfecho, al ver que sus palabras clavaban garras en el corazón de su hermano.
—Admítelo, Viserys… —dijo con voz baja, arrastrando las palabras como cuchillas—. Sin mí, tu hija y tu reino no tienen futuro.
Viserys ya no pudo contenerse. Con un rugido de furia tomó a Fuegoscuro, la espada ancestral de los Targaryen, aún envainada. En un movimiento seco y brutal, descargó el golpe directamente contra el rostro de su hermano.
El impacto resonó en la cámara como un trueno. Daemon cayó hacia un lado, con un gemido ahogado, mientras un chorro de sangre brotaba de su boca. Varios dientes saltaron y quedaron esparcidos en el suelo de mármol, tintados de rojo.
—¡Bastardo insolente! —bramó Viserys, temblando de rabia—. ¡Has mancillado el nombre de mi hija, de tu princesa, de la heredera al Trono de Hierro!
Daemon, tambaleante, escupió sangre mezclada con saliva. Una risa ronca, cargada de vino y locura, escapó de su garganta.
—Golpea más fuerte, hermano… —murmuró, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. No podrás cambiar lo que todos ya creen.
Las palabras fueron la gota que desbordó la paciencia del rey. Viserys levantó nuevamente la espada envainada, con los ojos encendidos de furia y el corazón desgarrado entre el dolor y la traición.
Daemon quedó de rodillas, escupiendo sangre al suelo, con la sonrisa torcida y los dientes rotos que apenas se sostenían en su boca.
Viserys lo miró con desprecio, respirando con fuerza, todavía con Fuegoscuro firmemente en su mano.
—Mírate, Daemon… príncipe de nada. —escupió las palabras con rabia contenida—. Borracho, rodeado de putas, sin honor, sin respeto. ¿Y aún pretendes sentarte en consejo a mi lado? ¿Aconsejarme como hermano?
Daemon alzó la mirada, los ojos enrojecidos por el vino y el golpe, pero no dijo nada.
—No eres más que una vergüenza para nuestra casa —continuó Viserys, cada palabra como un látigo—. Hablas de poder, de gloria, de herencia… pero lo único que dejas tras de ti es ruina y deshonra. ¡Has intentado manchar a mi hija para beneficio propio! ¡Mi hija!
El rey dio un paso hacia él, señalándolo con la punta de la espada aún envainada.
—Los hombres te llaman Príncipe Canalla… y lo eres. Pero desde hoy, Daemon, no serás ni eso. Solo serás un paria, un perro borracho al que expulso de mi corte.
Daemon bajó la cabeza, la sonrisa rota borrándose poco a poco, sustituida por un silencio cargado de rabia contenida.
Viserys, con la voz temblorosa de ira y decepción, remató:
—Vete lejos de Desembarco del Rey. No quiero volver a ver tu rostro. Porque si lo hago… no habrá exilio, hermano. Solo habrá muerte.
Viserys caminó alrededor de Daemon como un depredador que ronda a su presa. El príncipe seguía de rodillas, jadeando, con la boca ensangrentada, mientras su hermano lo observaba con una mezcla de furia y amargura.
—No sé qué pensabas, Daemon… —la voz de Viserys resonaba grave, cargada de decepción—. ¿Que al arrastrar a mi hija a la inmundicia de un burdel mancharías tanto su honor que yo no tendría más remedio que unirla contigo? ¿Que esa deshonra sería tu llave para escalar más alto que nadie?
Viserys apretó con fuerza la empuñadura de Fuegoscuro, y con un golpe seco la vaina chocó contra el suelo, haciendo eco en la cámara.
—Rhaenyra es la princesa heredera asignada. Mi hija. ¿Y tú creíste que podías usarla como una pieza más en tu juego?
Se inclinó hacia él, mirándolo a los ojos con todo el peso de su desprecio.
—Todo esto… todo lo que hiciste, Daemon, valió más para ti que nuestra hermandad.
La voz del rey se quebró un instante, pero volvió a endurecerse, como el acero de la espada que sostenía.
—Lo único que has querido siempre, lo único que has deseado hasta la obsesión, incluso más que a tu propia sangre… —hizo una pausa, dejando que las palabras calaran—. Fue el Trono de Hierro.
Daemon tragó saliva, incapaz de ocultar la verdad en sus ojos, aunque intentaba mantener aquella sonrisa torcida.
Viserys lo apartó con un gesto de asco, como si ya no valiera ni la pena ensuciarse más con él.
Viserys respiró hondo, enderezándose con la espada aún en su mano. Daemon lo miraba desde el suelo, con la sangre chorreándole por la comisura de la boca, los ojos brillando de rabia contenida.
—Ya lo he decidido —dijo el rey, su voz firme como piedra—. Rhaenyra será comprometida con Laenor Velaryon.
El rostro de Daemon se endureció, pero no alcanzó a replicar.
Viserys entonces permitió que una sonrisa amarga se dibujara en sus labios, la clase de gesto que más duele por venir acompañado de una sentencia irrefutable.
—Y escucha bien, hermano —añadió, inclinándose apenas hacia él—: el próximo rey será Jaehaerys Targaryen, mi hijo. Jaehaerys II Targaryen.
Levantó la barbilla, orgulloso.
—Será mejor que tú en cualquiera de los aspectos, Daemon. Más digno. Más fuerte. Más noble. Lo que tú nunca fuiste ni serás.
Daemon bajó la mirada, sin sonrisa esta vez. Viserys había tocado la herida que más le dolía: no solo le había arrebatado la oportunidad de sentarse en el trono, sino que lo había reemplazado en su propia sangre, con un muchacho al que nunca había tomado en serio.
Viserys dio un paso hacia él y concluyó con un tono sentencioso, cada palabra marcada como hierro candente:
—Después de este día, muchas cosas van a cambiar, Daemon.
El príncipe levantó lentamente la cabeza, con la sangre escurriendo de su labio roto y una sonrisa torcida que desafiaba la humillación.
—Puedes desterrarme, hermano… puedes darme de latigazos con tu lengua o con tu espada envainada. —escupió sangre al suelo—. Pero recuerda esto: ningún consejo, ningún Maestre, ningún hijo enfermo podrá mantener a tu precioso trono en pie cuando llegue el verdadero caos.
Viserys apretó la mandíbula, sus dedos crispados sobre la empuñadura de Fuego Oscuro.
Daemon soltó una risa ronca, casi ahogada por el alcohol y la rabia.
—Y ese día… —sus ojos brillaron con un destello fiero— me volverás a necesitar.
El rey lo fulminó con la mirada.
—¡Guardias! —tronó Viserys—. Llevadlo fuera de mi vista… y que abandone Desembarco del Rey antes de que el sol alcance su cenit. Si lo vuelvo a ver en la Fortaleza Roja, será la última vez que respire aire de este mundo.
Los capas blancas entraron de inmediato, tomando a Daemon por los brazos. El príncipe, lejos de resistirse, se dejó arrastrar con esa sonrisa altiva que tanto exasperaba a su hermano.
Las puertas se cerraron con estrépito tras él, dejando al rey solo, con el peso de su furia y la certeza amarga de que aquel día, más que ningún otro, la sangre Targaryen había quedado manchada.