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Chapter 38 - Capitulo 37

La princesa Rhaenyra despertó mucho después del amanecer. La habitación aún olía a vino, aunque sus manos estaban limpias y su vestido había sido cuidadosamente cambiado por las doncellas durante la madrugada. No recordaba con claridad cómo había regresado a la Fortaleza Roja; solo un vacío en su memoria y la vergonzosa sensación de haber sido arrastrada en medio de susurros.

Al abrir los ojos, lo primero que notó fue el murmullo constante al otro lado de su puerta. Risitas ahogadas, cuchicheos que callaban en cuanto alguien entraba o salía de su cámara. Sabía lo que significaba.

Se levantó de la cama con un peso en el pecho. Al mirarse en el espejo de plata, vio su propio reflejo con ojeras marcadas y el rostro cansado. La heredera del Trono de Hierro, reducida a objeto de habladurías como una doncella cualquiera.

Daemon… ¿qué has hecho?

Se mordió el labio, conteniendo la furia y la humillación que hervían dentro de ella. Sabía que su padre la llamaría pronto, sabía que Otto Hightower ya estaría soplando veneno al oído del rey, y lo peor era que… aunque gritara la verdad, nadie querría escucharla.

—No fue así —murmuró para sí misma, como si al repetirlo pudiera convencerse de que bastaría para limpiar su nombre.

Pero la realidad era cruel: en los pasillos, los rumores crecían más rápido que cualquier fuego de dragón.

Distraída en sus pensamientos, el chirrido de la puerta la sacó de golpe de su ensimismamiento. Entró el Gran Maestre Mellos, avanzando con paso lento y solemne, como si cargara el peso de sus propias cadenas. Su túnica gris estaba arrugada en los bordes por los años de servicio, y alrededor de su cuello colgaba la cadena de maestre: múltiples eslabones de diferentes metales, cada uno testimonio de un saber adquirido en la Ciudadela. Había hierro por la guerra, plata por la medicina, oro por la economía, plomo por la historia y bronce por los lenguajes antiguos. La cadena, aunque prestigiosa, parecía ahora una carga demasiado pesada para su cuerpo ya encorvado.

Su rostro, surcado de arrugas profundas, mostraba la fatiga de la edad. Los ojos, apagados y enrojecidos, apenas brillaban con la chispa de sabiduría que alguna vez lo había caracterizado. Tenía la piel pálida, casi traslúcida bajo la luz del amanecer que entraba por la ventana, y sus labios finos parecían hechos para susurrar malas noticias.

En sus manos temblorosas sostenía una pequeña copa humeante. El aroma amargo llenó la estancia incluso antes de que hablara.

—Beba esto, princesa —dijo Mellos con voz grave, aunque cansada—. Es por su bien.

Rhaenyra bajó la vista hacia la taza. No necesitaba preguntar qué contenía: té de luna. La infusión que se daba a las mujeres tras noches de dudas, rumores o escándalos, para impedir cualquier consecuencia no deseada.

El corazón le dio un vuelco. Su respiración se volvió entrecortada.

¿Acaso todos piensan que me entregué a él?

Alzó la mirada hacia el anciano. Sus labios temblaron, deseando gritar que no había sucedido nada, que su honor seguía intacto, que jamás había compartido lecho con Daemon. Pero las palabras murieron en su garganta. ¿Quién le creería ahora, cuando los rumores ardían como fuego en los pasillos de la Fortaleza Roja?

Sus manos se cerraron en puños, impotentes.

—No… —susurró apenas audible, aunque sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas.

El Gran Maestre Mellos no replicó. Solo dejó la copa sobre la mesa cercana, inclinó la cabeza con un gesto solemne y dio un paso atrás. Como si supiera que, independientemente de lo que la princesa dijera o pensara, el destino ya había dado un giro irreversible.

Los minutos se estiraron eternos, hasta que el crujir de la puerta volvió a interrumpirla. Esta vez no fue un maestre, ni un sirviente cualquiera. Alicent Hightower entró en la estancia con paso medido, sosteniendo con delicadeza los pliegues de su vestido verde oscuro, bordado con hilos dorados en los puños y el cuello. Su cabello castaño, perfectamente recogido, brillaba a la luz tenue que se filtraba por los ventanales, y sus ojos claros, fríos pero calculados, parecían observar cada detalle.

—Rhaenyra… —pronunció su nombre con suavidad, con esa entonación que parecía a la vez compasiva y distante.

La princesa giró el rostro hacia ella, tensando los labios. Su relación con Alicent ya no era la de dos jóvenes confidentes; ahora había un abismo de silencios, reproches no dichos y un futuro que las enfrentaba sin remedio.

Alicent avanzó unos pasos, sus ojos se detuvieron en la copa sobre la mesa, y el más leve endurecimiento de su expresión bastó para delatar que entendía lo que aquello significaba.

—Los rumores vuelan más rápido que los dragones —dijo con una media sonrisa amarga—. Y en Desembarco del Rey, no se olvidan con facilidad.

Rhaenyra se incorporó, con la sangre ardiéndole en las mejillas.

—¿Vienes a juzgarme también? —su voz sonó quebrada, más de furia que de dolor.

Alicent la observó en silencio unos segundos, con esa calma que siempre resultaba desconcertante. Luego se acercó un poco más, pero no tanto como para acortar la distancia que el tiempo había puesto entre ambas.

—No, no he venido a juzgarte. Eso ya lo hacen todos los demás —respondió, y sus palabras, aunque suaves, llevaban un filo oculto—. Pero no puedes esperar que nadie crea inocente a una mujer cuya sombra se ve cada noche en los pasillos.

Rhaenyra apretó los puños sobre la sábana, mordiendo su propia rabia.

—¿Qué sabes tú de inocencia, Alicent? —escupió con amargura.

Por un instante, los ojos verdes de la Hightower se suavizaron. Bajó un poco la voz, como si hablara con la amiga que alguna vez tuvo.

—Sé que no todo lo que se murmura es verdad… pero también sé que las habladurías pueden hundir más que una espada. Y ahora mismo, Rhaenyra, estás sola contra todas ellas.

Un silencio espeso se apoderó de la estancia, hasta que Alicent, con un gesto medido, alisó sus faldas y se dispuso a retirarse.

Antes de girarse hacia la puerta, dejó caer la frase con la calma de quien sabe que sus palabras pesan más de lo que aparentan:

—Tu padre me mandó a llamarte. Necesita hablar contigo.

La dejó allí, entre la cólera y el temor, como si no supiera —o no quisiera mostrar— si acababa de tenderle la mano… o de recordarle lo frágil de su posición.

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