—Tu padre me mandó a llamarte. Necesita hablar contigo —dijo Alicent, con esa serenidad que nunca revelaba del todo si hablaba como amiga… o como reina.
Rhaenyra sintió que el estómago se le encogía, pero no permitió que sus ojos flaquearan delante de ella. Solo asintió con un leve movimiento de cabeza, mientras la Hightower la observaba un instante más antes de retirarse, dejando tras de sí el perfume a hierbas y el eco de sus palabras.
Los pasos de Rhaenyra resonaban en los pasillos de la Fortaleza Roja como un tambor inquietante. Cada guardia que se apartaba a su paso parecía conocer los rumores, cada doncella que bajaba la vista parecía esconder un juicio no dicho.
Finalmente, las grandes puertas del salón del trono se abrieron con un chirrido solemne. El aire allí dentro era más pesado, cargado del hierro de las espadas que forjaban el trono. En lo alto, sentado con gesto abatido, se encontraba el rey Viserys I Targaryen. Su cuerpo parecía vencido por el tiempo y la enfermedad antes de lo debido, y su rostro, cansado, estaba endurecido ahora por algo más profundo: la decepción.
Sus ojos se alzaron hacia ella, y Rhaenyra, pese a toda su altivez, sintió el peso de aquella mirada. Caminó hasta situarse a pocos pasos del trono, inclinando apenas la cabeza.
—Padre… —murmuró, intentando mantener la compostura.
Viserys la observó largo rato, sin responder, como si buscara en su rostro una verdad que no se atrevía a preguntar. Finalmente, su voz retumbó en el salón, cargada de reproche y amargura:
—¿Sabes qué se dice de ti por toda la ciudad, Rhaenyra? —preguntó con severidad.
La princesa apretó la mandíbula.
—Mentiras, Padre. Eso es lo único que corre de boca en boca.
Viserys frunció el ceño y se incorporó un poco en el trono, pese al dolor evidente que le provocaba cada movimiento.
—No son solo murmuraciones de taberna. Son señores de mi corte los que susurran, son los maestres quienes se atreven a insinuar… Y tu madrastra misma me ha pedido que aclare estas dudas. —Su voz se quebró un instante, mezcla de ira y tristeza—. ¿Has pensado lo que esto significa para ti? ¿Para tu derecho a heredar?
El silencio cayó como una losa entre ambos.
Rhaenyra alzó la barbilla, orgullosa aun en medio de la tormenta.
—Mi derecho a heredar no depende de rumores. Soy tu hija, la sangre del dragón. No necesito defenderme de la envidia ni de las lenguas viperinas.
Viserys cerró los ojos, con el gesto de un hombre desgarrado.
—Ojalá fuese tan sencillo, niña mía… —susurró, más para sí mismo que para ella.
El salón del trono permanecía en silencio, apenas roto por el crujir de las antorchas y el eco de la respiración del rey.
—Mírame, Rhaenyra —ordenó Viserys, su voz resonando con la severidad que pocas veces empleaba con ella.
La princesa alzó los ojos, desafiante.
—¿Acaso dudas de mí, padre?
Viserys se inclinó hacia adelante, aferrándose a los brazos del trono como si fueran lo único que lo mantenía erguido.
—Dudo de lo que el reino ya cree saber. Dudo de lo que tu silencio y tu orgullo no han querido disipar. —Su mirada se endureció—. Te lo preguntaré una sola vez, y juro por los Siete que quiero oír la verdad de tus propios labios: ¿has mancillado tu honor con tu tío?
Rhaenyra se estremeció. Un juramento en la sala del trono no era un simple intercambio de palabras; era una cadena que podía aplastarla.
—¡No! —respondió, su voz quebrándose entre furia y angustia—. ¡Nunca!
Viserys cerró los ojos, como si el peso de aquella respuesta fuese tanto un alivio como una carga. Pero cuando volvió a abrirlos, su mirada ya no era la de un padre, sino la de un rey que debía decidir el destino de su linaje.
—Sea o no verdad, el daño ya está hecho —dijo con un suspiro amargo—. Los rumores han corroído tu nombre, y con ello, la fe del reino en tu derecho a gobernar.
Rhaenyra dio un paso al frente, temblando de rabia.
—¿Vas a arrebatarme lo que me prometiste por habladurías? ¿Vas a dar la victoria a mis enemigos?
Viserys alzó la mano, silenciándola.
—Hoy, en este salón, retiro tu nombramiento como heredera del Trono de Hierro. —Sus palabras cayeron como cuchillas—. El puesto quedará vacante… hasta que yo decida.
La princesa sintió que el mundo se desmoronaba bajo sus pies.
Viserys, sin embargo, desvió la mirada. Su gesto aparentaba dureza, pero en el fondo de sus pensamientos ya había tomado una elección. Aquel vacío que dejaba en el aire tenía un nombre, uno que no pronunció en voz alta.
Jaehaerys.
El eco de ese pensamiento ardía en su corazón, secreto incluso para él mismo, mientras la figura de su hija se estremecía de humillación bajo la sombra del trono de hierro.
—No es un castigo… es la única manera de proteger al reino —susurró el rey, más para sí mismo que para su hija—. Y créeme, hija… muchas cosas cambiarán hoy, pero algún día entenderás por qué.
Rhaenyra permaneció de pie, temblando, consciente de que su mundo había cambiado para siempre, mientras el rey retomaba su postura rígida, inamovible como el hierro que sostenía.
Viserys permaneció unos instantes en silencio, como sopesando sus próximas palabras. Finalmente, su voz cortó el aire pesado del salón:
—Rhaenyra… si el reino ha perdido la confianza en ti como heredera por estos rumores, no puedo permitir que también pierda la estabilidad política. He tomado otra decisión: serás comprometida con Laenor Velaryon.
La princesa frunció el ceño, el golpe de la noticia casi tan devastador como la retirada de su título. Cada palabra de su padre parecía aferrarse a sus costillas, aplastando su orgullo.
—¿Comprometida… sin siquiera consultarme? —murmuró, tratando de mantener el control sobre su voz—. ¿Es esto otro castigo por lo que no he hecho?
Rhaenyra cerró los puños, tratando de calmar el temblor que recorría su cuerpo. La furia y la frustración la quemaban, pero sabía que cualquier reacción impulsiva solo fortalecería los rumores y daría ventaja a sus enemigos.
—Entonces… mi vida se reduce a un peón en el tablero de otros —dijo con voz cargada de ironía y dolor—. ¿Y mi derecho como princesa heredera, padre? ¿Qué queda de él?
Viserys suspiró, el peso de su corona parecía hundirlo más que nunca:
Viserys se inclinó un poco hacia adelante, apoyando las manos sobre los brazos del trono, y fijó sus ojos cansados en los de Rhaenyra.
—Rhaenyra… los Velaryon no son solo una familia de barcos y riquezas —dijo con gravedad—. Obstentan la fuerza más poderosa del reino en este momento. Tienen a Meleys, Seasmoke… y al dragón más grande de la actualidad: Vhagar.
El aire en el salón del trono se volvió aún más pesado. Cada palabra del rey era una advertencia disfrazada de consejo, una declaración del poder que no podía ser ignorado.
—Este matrimonio no es una cuestión de capricho ni de honor personal —continuó Viserys—. Es la garantía de que el reino se mantenga unido. Que nuestros enemigos no se atrevan a desafiar nuestra autoridad, y que, incluso en mi vejez, la paz no se rompa.
Rhaenyra apretó los labios, sintiendo cómo cada palabra la golpeaba. Sabía que los Velaryon eran imponentes, tanto en influencia como en dragones. La realidad política aplastaba cualquier argumento que pudiera presentar: su orgullo y su deseo de independencia se enfrentaban a la fuerza bruta de la monarquía y sus aliados.
—¿Y qué queda para mí, padre? —preguntó con voz firme, aunque cargada de resentimiento—. ¿Soy solo un peón para mantener el equilibrio de fuerzas en el reino?
Viserys suspiró, dejando que su mirada recorriese el rostro de su hija, cansada pero desafiante.
—No se trata de lo que quieras o de lo que creas merecer, Rhaenyra —dijo—. Se trata de lo que el Trono de Hierro necesita. Y en este momento, la unión con los Velaryon asegura más que tu derecho: asegura la supervivencia de la casa Targaryen y la estabilidad del reino.
Rhaenyra bajó la cabeza, su orgullo herido, pero comprendiendo que cualquier desafío abierto sería un suicidio político. La furia ardía dentro de ella, pero debía contenerla, al menos hasta encontrar su momento.
—Entonces… aceptaré —dijo finalmente, con un hilo de voz, su mirada fija en el suelo—. Pero no olvides, padre… la sangre de dragón no se somete eternamente.
Viserys asintió, con un dejo de resignación y determinación: sabía que la princesa conservaría su espíritu indomable, pero también sabía que, por ahora, el reino necesitaba más alianzas que rebeliones.
Viserys inclinó levemente la cabeza, observando la luz del amanecer filtrarse entre los vitrales del salón del trono. Me hubiera gustado comprometer a Jaehaerys con Laena, de no ser por la gran diferencia de edad, pensó, apretando los labios con cierto pesar. La joven Velaryon era prometedora, fuerte y astuta, y la unión habría reforzado aún más la legitimidad del futuro heredero.