—¿A dónde vamos? —preguntó Rhaenyra, confundida, mientras su tío la guiaba con paso firme.
—Espera y verás —respondió Daemon con una sonrisa enigmática.
Al principio, la caminata se mantenía tranquila, con el eco lejano del mar y el crujir de las antorchas en los muros de la ciudad. Pero poco a poco, el ambiente comenzó a transformarse. Voces alzadas se mezclaban con risas estruendosas, música tosca de flautas y tambores retumbaba entre las calles estrechas, y el aire se impregnaba de especias, sudor y vino barato.
Rhaenyra miraba alrededor con creciente incomodidad. Los hombres tambaleantes, borrachos, chocaban entre sí sin pudor alguno; mujeres con vestidos rotos y escotes exagerados reían mientras se colgaban de los brazos de mercaderes, soldados y hasta jóvenes pajes.
—Tío… —susurró la princesa, con una mezcla de sorpresa y desagrado.
Daemon, en cambio, parecía en su elemento. Caminaba erguido, mirando los alrededores.
—Bienvenida al corazón palpitante de Desembarco —dijo con voz grave, disfrutando de la expresión de su sobrina—. Aquí es donde los secretos nacen… y donde se compran las lealtades que sostienen tronos.
Mientras más avanzaban, las calles se volvían más estrechas, los olores más intensos, y las risas más vulgares. Rhaenyra podía sentir las miradas curiosas sobre ella a pesar de la capucha.
—Bienvenida al corazón de Desembarco —murmuró Daemon, con esa sonrisa socarrona que tanto lo caracterizaba—. Y aún no has visto nada.
Finalmente, tras doblar por un callejón iluminado por faroles rojizos, la multitud parecía concentrarse en un único edificio. Era amplio, con cortinas de terciopelo desgastado colgando en las entradas y ventanas, de donde se escapaban risas estridentes, música desenfrenada y el inconfundible olor de vino derramado.
Daemon apartó a un par de borrachos de un empujón y sostuvo a Rhaenyra por el brazo, guiándola hasta la puerta.
—¿Un burdel? —susurró ella, incrédula, mirándolo bajo la capucha.
—El más famoso de Desembarco —respondió él sin vergüenza alguna—. Aquí los hombres aprenden a dejar de ser muchachos, y las mujeres… descubren lo que un juramento de los Siete nunca podrá darles.
Rhaenyra apretó los labios. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, impropio para una princesa y heredera del trono. Pero al mismo tiempo, la curiosidad palpitaba en su interior.
Daemon le sostuvo la mirada.
—¿Quieres llamar la atención de Ser Criston? —preguntó en voz baja—. Entonces debes aprender cómo hacerlo. El deseo es un arma, sobrina, más fuerte que cualquier espada.
El sonido de un portazo y la risa de una mujer interrumpieron el momento. El aire caliente, cargado de perfume barato y sudor, se escapaba del interior del burdel.
Daemon dio un paso al frente.
—Vamos.
—
En la fortaleza roja, la calma de la noche era interrumpida solo por el crujir de las antorchas en los pasillos. Jaehaerys repasaba unos pergaminos, con la mirada fija y la mente perdida en relatos de héroes y reinos antiguos.
Se le había hecho costumbre leer antes de dormir, casi un ritual que lo alejaba de las tensiones del día. Estaba fascinado con la historia de este mundo lleno de magia, criaturas y leyendas, un mundo que en su vida pasada solo habría visto en libros de ficción.
Suspiró.
—Me pregunto cuándo tendré mi propio dragón —murmuró para sí mismo.
Como era tradición, en su cuna habían depositado huevos de dragón al momento de su nacimiento. Pero ninguno había llegado a eclosionar. La idea le pesaba más de lo que admitía. Mientras otros príncipes y princesas podían soñar con surcar los cielos montados en colosos de fuego, él se sentía incompleto.
La mayoría de los dragones sin jinete descansaban en Rocadragón, bestias majestuosas que aguardaban, tal vez, al elegido que pudiera reclamarlos.
Su padre, el rey Viserys, había sido claro con él: todavía era demasiado pequeño para siquiera pensar en domar un dragón de aquella isla.
Jaehaerys apretó los labios, dejando el pergamino a un lado. La paciencia nunca había sido una virtud suya, y mucho menos cuando se trataba de su destino.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
—Príncipe Jaehaerys, soy Ser Arryk —se escuchó desde afuera.
—Puedes pasar —respondió con tono neutro.
El caballero entró con paso firme, inclinando la cabeza con respeto. A su lado venía Ser Harwin Strong, el hombretón cuya presencia parecía llenar la habitación.
—Mi príncipe —dijo Harwin, con esa voz grave que imponía incluso cuando intentaba ser cordial—. He encontrado algo que creo importante compartir con vos.
Jaehaerys entrelazó las manos sobre la mesa, su mirada fija en él.
—Hablad.
Harwin se cruzó de brazos, directo como siempre:
—Sobre las capas doradas. El único sospechoso es uno de los capitanes, un hombre que podría estar vendiendo información. No tengo pruebas concluyentes aún, pero los movimientos son extraños. No se lo reportaré al rey hasta tener certeza… preferí advertiros primero.
El príncipe asintió, sin sorpresa, como si aquella confirmación solo encajara en un rompecabezas que ya venía armando en silencio.
—Bien hecho, Ser Harwin. Seguid investigando. Quiero nombres, lealtades y motivos —dijo, con un tono que no correspondía al de un niño de seis años, sino al de un comandante.
Harwin vaciló un instante, como si dudara en añadir algo más. Finalmente, bajó la voz.
—Hay otra cosa, mi príncipe… Durante mi ronda esta noche vi a vuestra hermana, la princesa Rhaenyra, caminando por la ciudad. No iba sola. Estaba con el príncipe Daemon. Ambos actuaban de manera… sospechosa.
El silencio cayó pesado sobre la estancia. Arryk clavó la mirada en el suelo, incómodo, mientras Jaehaerys entrecerraba los ojos, sopesando aquella información.
—Ya veo —dijo finalmente, con voz baja, aunque cargada de significado.
Harwin inclinó la cabeza.
—Decidí contároslo a vos primero. No quiero rumores, solo hechos.
Jaehaerys apoyó un codo sobre la mesa, llevándose la mano al mentón. La mención de su hermana y su tío encendía todas las alarmas en su mente.
—Habéis hecho bien, Ser Harwin. Esto queda entre nosotros… por ahora.
Jaehaerys no dijo nada por un momento. El silencio se hizo espeso en la estancia, roto únicamente por el chisporroteo de una antorcha en la pared. Su rostro, sereno e inexpresivo, contrastaba con la gravedad de lo que acababa de oír.
El niño apoyó las manos sobre el pergamino abierto, como si aún estuviera concentrado en la lectura. Sus ojos azules, sin embargo, se clavaron en Harwin con una intensidad que incomodaba.
—Habéis hecho bien en decírmelo a mí antes que a nadie —respondió al fin, su voz tranquila, sin levantarla ni un ápice—. Los rumores corren más rápido que el viento, y no quiero que ninguno llegue a oídos equivocados.
Harwin asintió, serio.
—Así será, mi príncipe.
Jaehaerys se inclinó hacia delante, con el aire de quien dicta una orden más que de quien pide un favor:
—Seguid vigilando a ese capitán. No le deis tregua, pero tampoco lo enfrentéis aún. Si es culpable, se delatará por sí mismo. Quiero hechos, no sospechas.
—Entendido —respondió Harwin con un asentimiento.
El príncipe se giró lentamente hacia Arryk, que había permanecido en silencio, rígido como una estatua.
—Vos mantened la guardia como siempre. Nada cambia… al menos no de momento.
Arryk inclinó la cabeza, sin atreverse a replicar.
Jaehaerys cerró el pergamino frente a él y se levantó con calma. A primera vista parecía un niño que había terminado sus estudios de la noche; pero dentro de su mirada brillaba una lucidez fría, la misma que había aprendido a ocultar tras un velo de inocencia.
—Podéis retiraros. Que los dioses velen vuestro patrullaje.
Harwin y Arryk lo saludaron antes de salir. La puerta se cerró, dejando a Jaehaerys nuevamente en la penumbra iluminada por las antorchas.
Solo entonces suspiró, despacio. Caminó hacia la ventana y miró el cielo nocturno sobre la ciudad. No había enojo en su expresión, ni tristeza, ni sorpresa. Solo la calma analítica de alguien que sabía que cada movimiento, cada gesto, podía cambiar el curso de lo que estaba por venir.
Daemon y Rhaenyra.
Dos piezas en un tablero que él ya había comenzado a estudiar, aunque nadie lo supiera.
Desde allí, Desembarco del Rey se extendía en silencio, aunque Jaehaerys sabía que en los callejones bullían rumores y peligros. La princesa no lo comprendería; ella siempre había estado rodeada de halagos, no de verdades.
Él sí comprendía. El mundo no perdonaba la debilidad.
Tal vez dejar que cayera fuera lo más sensato. Que aprendiera en carne propia las consecuencias de sus caprichos. Y si el destino la debilitaba, quizás el camino hacia el poder se abriría un poco más para él.
Un dragón no necesitaba salvar a otro para demostrar su fuego.
Con un suspiro, apagó la vela y se dejó caer en el lecho, ajeno a los problemas que vendrían al día siguiente.
El silencio de la Fortaleza Roja lo envolvió, pero sus pensamientos aún ardían como brasas encendidas en la oscuridad.
—Cuando llegue el día… no digas que no te lo advertí, Rhaenyra —murmuró, antes de entregarse al sueño.