Un hombre alto de hombros anchos con una capa dorada estaba recorriendo la ciudad mientras patrullaba las calles.
—Nada nuevo —comentó Ser Harwin Strong, su voz grave resonando en la penumbra. El príncipe Jaehaerys le había encomendado una tarea delicada: encontrar a las ratas dentro de las capas doradas, hombres que ya no obedecían a la Corona.
—El único sospechoso claro es Ser Luthor Hale —murmuró para sí mismo—, otro capitán de uno de los cien escuadrones de la Guardia de la Ciudad.
Mientras avanzaba por un estrecho callejón, el resplandor de su antorcha iluminó dos figuras cubiertas de pies a cabeza. Una era más alta, la otra más menuda, y caminaban con evidente precaución. La escena le trajo un recuerdo inmediato: la noche en que encontró al príncipe Jaehaerys con Ser Erryk en un rincón oculto de Desembarco.
Sus instintos se agudizaron al instante. Con la mano apoyada en la empuñadura de su espada, su voz retumbó firme:
—¿Quién anda ahí?
Las dos figuras se detuvieron un instante, tensas, como presas atrapadas en medio de la luz.
—Tío, nos van a descubrir —susurró Rhaenyra, escondida bajo la capucha, apretando el brazo de Daemon. Su voz temblaba entre miedo y emoción, el peligro hacía que cada paso pesara el doble.
Daemon, sin perder la calma, ladeó una sonrisa que apenas se percibía bajo las sombras. Se inclinó un poco hacia su sobrina y respondió en un murmullo cargado de ironía:
—Tranquila, sobrina. No todos los hombres con capa dorada son lo bastante osados para desafiarme.
Alzó la voz, grave y confiada, devolviendo la amenaza con descaro:
—Soy yo, Ser Harwin Strong. ¿Acaso Desembarco se ha vuelto tan inseguro que los hombres de la Guardia se detienen a los suyos en la calle?
La antorcha de Harwin osciló cuando reconoció la voz. Se detuvo a pocos pasos, evaluando la escena. Aunque no podía ver los rostros bajo las capuchas, el porte de la figura más alta era inconfundible.
—Príncipe Daemon… —dijo con un dejo de reproche.
Daemon dio un paso al frente, dejando que la luz revelara parte de su rostro.
—Ya ves, Harwin. No son más que un tío cuidando de su sobrina en un paseo nocturno. ¿O ahora debo pedir permiso para mostrarle la ciudad a mi propia sangre?
Harwin frunció el ceño, su instinto gritándole que algo no encajaba, pero sus labios se apretaron en silencio. Reconocía a Daemon, y sabía que cuestionarlo en ese momento podía traerle más problemas que respuestas.
Rhaenyra, bajo la capucha, contenía la respiración, esperando que la autoridad del príncipe bastara para disolver la sospecha.
Harwin asintió lentamente, aunque sus ojos permanecieron atentos bajo la sombra del yelmo.
—Vaya con cuidado, princesa —dijo al inclinar la cabeza con respeto, su voz grave pero cargada de advertencia.
Rhaenyra apenas levantó la barbilla, intentando mantener la compostura pese a los nervios. Daemon, en cambio, sonrió satisfecho y devolvió un gesto casi burlón, como si se tratara de un juego más en el que solo él conocía las reglas.
Harwin giró sobre sus talones y continuó su patrullaje, el eco de sus pasos resonando contra las paredes húmedas del callejón. Pero mientras se alejaba, apretó la mandíbula. Había obedecido al príncipe, sí, pero las dudas ardían en su mente. ¿Qué hacían realmente Daemon y la princesa paseando de noche, ocultos bajo capas?
A su espalda, Daemon soltó un leve murmullo que solo Rhaenyra alcanzó a escuchar:
—¿Lo ves? No hay guardia en esta ciudad que no se doblegue.
La princesa no respondió de inmediato; todavía sentía el peso de la mirada de Harwin incluso después de que desapareciera en la oscuridad.
Y así pasaron las horas. Rhaenyra continuaba caminando por las calles iluminadas por antorchas, con el bullicio lejano de los mercaderes nocturnos y el murmullo de las olas golpeando los muros de la ciudad. A su lado, Daemon parecía moverse como si conociera cada rincón, cada sombra, cada mirada que se apartaba al reconocerlo.
Habían visitado tabernas, jardines escondidos y hasta un templo olvidado, donde él le había contado anécdotas que la hicieron reír más de lo que recordaba en semanas.
—Gracias por este paseo, tío —dijo Rhaenyra con una sonrisa sincera, aún con un leve rubor en las mejillas por tanta libertad. —Estas propuestas de matrimonio me tenían… sofocada.
Daemon alzó la ceja con aire travieso.
—No hay de qué, sobrina. A veces es necesario escapar de las cadenas que forjan los demás.
Rhaenyra asintió, sintiéndose por un momento más ligera que nunca.
Pero de pronto, Daemon se detuvo en seco. Una sonrisa astuta se dibujó en su rostro.
—Espera, todavía nos falta una última parada.
Rhaenyra lo miró, intrigada.
—¿Una última parada? ¿Dónde?
Daemon inclinó la cabeza hacia adelante, sus ojos brillando bajo la luz de la luna.
—Un lugar donde aprenderás algo que ni los maestres, ni tu padre, ni ningún consejo podría enseñarte.
Y, sin dar más explicaciones, tomó su brazo con firmeza y la guió hacia una callejuela que descendía hacia los barrios bajos de la ciudad.