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Chapter 32 - Capitulo 31

Caminando por los pasillos de la Fortaleza Roja avanzaba una joven de cabello plateado y ojos violetas que parecían brillar con un fuego propio. Vestía túnicas doradas bordadas con los más finos hilos de Myr, y en su cuello caían joyas delicadas que tintineaban al compás de sus pasos. Sus manos, suaves y adornadas con sortijas, acariciaban distraídamente la seda de su atuendo.

Rhaenyra suspiró, con un gesto que mezclaba impaciencia y duda.

—No creo que Jaehaerys tenga razón esta vez… —murmuró para sí, recordando la advertencia de su hermano menor.

Había un secreto que solo uno lo compartía con ella: su tío Daemon. Fue a él a quien le confesó, entre susurros, que su corazón no pertenecía a príncipe alguno, sino a su caballero blanco, Ser Criston Cole. Un amor prohibido, más peligroso que cualquier conjura de la corte.

Daemon, con esa media sonrisa suya que jamás dejaba ver del todo sus verdaderas intenciones, le había prometido que la ayudaría a atraer la mirada de su guardia personal. No por bondad, ni mucho menos por inocencia, sino porque aquel juego alimentaba tanto su orgullo como su ambición.

—El deseo puede forjar armas más afiladas que el acero —le había dicho él en voz baja, casi como si fuese un secreto compartido entre cómplices.

Rhaenyra aún sentía el eco de esas palabras mientras recorría los corredores. En su interior, la llama de la ilusión ardía, pero también la sombra de la duda.

Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal. Por mucho que su corazón se agitara al pensar en Criston, jamás podría estar con él. No mientras llevara sobre sus hombros el peso de ser la hija del rey, la heredera nombrada por Viserys.

El juramento de su caballero era un muro imposible de escalar: votos de celibato, lealtad y servicio absoluto a la corona. Y ella misma estaba sujeta a un destino que no admitía desvíos. El amor, para una princesa, no era un derecho, sino un lujo que casi siempre terminaba en tragedia.

Aun así, su pecho ardía con la fuerza de un deseo que la hacía sentirse viva, más allá de la política, más allá del deber. ¿Qué importaban los muros de la corte si su corazón reclamaba lo imposible?

Pero la realidad siempre volvía a golpearla. Aunque Daemon le hubiera prometido ayudarla, aunque su tío alimentara en ella la ilusión de que podía jugar con las reglas del mundo, Rhaenyra sabía la verdad en lo más profundo de su ser: los dioses y los hombres jamás permitirían que una princesa Targaryen se entregara a su guardia real.

Cerró los ojos unos segundos, como intentando sofocar aquella tormenta interna. Y aun así, no podía evitarlo… cada vez que veía a Ser Criston, su juramento y su deber parecían desvanecerse en un instante.

Rhaenyra avanzaba con pasos silenciosos por los pasillos de la Fortaleza Roja, guiada apenas por la luz tenue de las antorchas que chisporroteaban en la piedra. El murmullo lejano de la corte ya había quedado atrás, y con cada rincón que doblaba sentía cómo el aire se volvía más denso, más secreto.

Su tío la había citado en un lugar apartado, un jardín oculto entre murallas donde la luna caía como un velo de plata sobre los estanques y las estatuas antiguas. Daemon aguardaba allí, recostado con la naturalidad de quien se sabe dueño de cualquier lugar que pisa. Vestía de negro y carmesí, con el porte de un príncipe y la sonrisa peligrosa de un conspirador.

—Llegas tarde, sobrina —dijo, sin dejar de observar la luna reflejada en el agua.

—No quería que me vieran salir —respondió Rhaenyra, algo cortante, aunque en el fondo sabía que él entendía mejor que nadie los riesgos de aquel encuentro.

Daemon giró hacia ella, y sus ojos lilas parecían atravesarla.

—Eso es bueno. El primer paso para conseguir lo que deseas es aprender a ocultarlo del mundo.

Rhaenyra lo miró con desconfianza, aunque la intriga podía más que sus dudas.

—¿Y de qué me servirá eso para llamar la atención de Ser Criston?

El príncipe rio suavemente, un sonido bajo y burlón.

—Los hombres que juran no amar son, en realidad, los que más arden por dentro. Si quieres que tu caballero te vea, debes aprender a jugar con el filo de ese fuego… tentarlo, sin dejar que se consuma del todo.

Ella frunció el ceño, nerviosa.

—Sabes que esto está mal. Nunca podría ser…

Daemon se acercó un paso, tan cerca que Rhaenyra pudo percibir el aroma del vino que había bebido y el calor que emanaba de su presencia.

—Lo malo y lo prohibido son las armas más poderosas, sobrina. Y yo puedo enseñarte a usarlas.

Por un instante, el silencio fue absoluto. El canto lejano de las cigarras y el viento nocturno fueron lo único que se interpuso entre ellos. Rhaenyra bajó la mirada, luchando contra la contradicción de su deber y su deseo, pero no dejó de escuchar cada palabra de su tío, como si fueran veneno y al mismo tiempo antídoto.

—Vamos, ponte esta capucha —ordenó Daemon, arrojándole una túnica oscura de tela áspera.

Rhaenyra la tomó con cierta duda, acariciando la rudeza del tejido entre sus manos. No estaba acostumbrada a ocultar su cabello plateado, ese símbolo de orgullo Targaryen, pero la mirada insistente de su tío no le dejaba margen. Se cubrió la cabeza y el rostro, sintiendo de inmediato el peso de la clandestinidad.

—¿A dónde vamos exactamente? —preguntó en un susurro, con un dejo de desconfianza.

Daemon sonrió de lado, satisfecho al verla ya envuelta en las sombras.

—A un paseo nocturno por Desembarco. Quiero mostrarte cómo vive la ciudad cuando el sol se esconde… y cómo se aprende más en una taberna llena de humo que en cien lecciones de septas aburridas.

El tono burlón de su voz encendía una chispa de curiosidad en ella, aunque también una punzada de miedo.

—¿Y si alguien nos reconoce? —insistió, ajustándose la capucha.

Daemon rio suavemente, como si la pregunta fuera ingenua.

—Tomaremos un camino donde mi gente nos custodia. No dirán nada.

Y era cierto: a pesar de que ya no era Lord Comandante de la Guardia de la Ciudad, muchos capas doradas todavía lo miraban como a su verdadero líder. El dragón en su sangre, la fuerza en su voz y la brutalidad con que alguna vez había impuesto orden en esas calles lo habían marcado como un comandante inolvidable.

Al salir por los pasadizos ocultos de la Fortaleza Roja, Rhaenyra pudo sentir la diferencia: cada vez que doblaban una esquina, las sombras de hombres con armaduras doradas surgían de la penumbra. Ninguno los detenía. Ninguno preguntaba. Solo inclinaban la cabeza con respeto y desaparecían de nuevo entre los callejones, como si la ciudad entera aún obedeciera al Príncipe Canalla.

Rhaenyra apretó los labios. En el silencio de sus pasos, la duda volvió a susurrar en su interior: sabía que lo que hacía estaba mal, y que si se descubría aquella escapada, su nombre —y su futuro como heredera— podría arder en un escándalo imposible de apagar.

Daemon, en cambio, caminaba con aire confiado, como si todo Desembarco le perteneciera.

—Confía en mí, sobrina —dijo sin volver la vista—. Esta noche aprenderás más de lo que imaginas.

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