Y así, los días festivos en familia pasaron bajo la sombra del júbilo por la victoria de mi tío en los Peldaños de Piedra. La corte no dejaba de repetir su nombre, y en cada banquete o corrillo se escuchaban canciones improvisadas que hablaban de su valor en aquellas aguas turbulentas. Para la multitud, era un héroe; para mí, era un recordatorio de que, mientras el pueblo celebraba, las corrientes del reino seguían agitadas.
Los Velaryon, orgullosos de su papel en la campaña y satisfechos con el reconocimiento ganado, se marcharon antes de la conclusión oficial del torneo. Partieron de la capital con la misma rapidez con la que habían llegado, llevándose consigo no solo a su comitiva, sino también la atención de muchos ojos que prefirieron seguirles a ellos en lugar de permanecer entre los festines cortesanos. Jaehaerys, observando cómo sus barcos alzaban velas en la bahía, comentó con tono medido:
—Son un poder en sí mismos, más allá del Trono. No necesitan justas ni canciones para que se les recuerde, sus barcos hacen más ruido que las trompetas de un torneo.
Rhaenyra asintió, aunque con un matiz más íntimo:
—Sí, pero en su prisa también hay un mensaje. No se quedan a disfrutar del espectáculo porque saben que su gloria no necesita de la de otros, aunque no lo hallan comentado, La serpiente Marina guarda reproche por la solicitud de ayuda negada del rey contra la lucha contra el alimenta cangrejos.
Yo escuchaba en silencio, y en mi mente se entrelazaban las celebraciones familiares con las intrigas que aún pesaban sobre el torneo. La partida de los Velaryon despejaba el escenario, pero también dejaba claro que las alianzas y las distancias dentro de la corte no eran simples gestos: cada familia tenía sus propias prioridades, y el festín de unos era la excusa de partida para otros.
—Ten cuidado con Daemon —dijo Jaehaerys en voz baja a Rhaenyra, apartando un momento la mirada hacia donde su tío conversaba con un grupo de nobles.
Había notado su cercanía en los últimos días; Daemon no solo se mostraba atento con ella, sino que también le había traído joyas y recuerdos de los Peldaños de Piedra, obsequios que Rhaenyra aceptaba con una sonrisa entre tímida y complacida. La presencia de su tío en cada banquete, en cada paseo por los jardines, se volvía cada vez más notoria, y Jaehaerys no pudo evitar sentir que esa atención iba más allá de lo que aparentaba.
—No olvides que él siempre busca algo —continuó, con un tono serio, aunque medido—. Es valiente, sí, y muchos lo aclaman, pero Daemon no da nada sin esperar otra cosa a cambio.
Rhaenyra lo miró con cierta sorpresa, quizás molesta por la advertencia, o quizás simplemente por el hecho de que su hermano menor la estuviera sermoneando. Entrecerró los ojos, como si buscara medir las verdaderas intenciones de Jaehaerys.
—No necesito que me digas con quién debo o no acercarme —respondió, con un dejo de orgullo en la voz—. Conozco a mi tío mejor de lo que piensas.
Jaehaerys mantuvo la calma, aunque por dentro se revolvía el conflicto de hablar o callar. No quería enfrentarse a ella, mucho menos herir su confianza, pero tampoco podía ignorar lo que veía tan claro.
—Solo digo que tengas cuidado, hermana, depués de todo eres la heredera en cuestión —replicó en un tono más suave, como si quisiera disipar la tensión—. Daemon es fuego… y el fuego es hermoso, pero también quema.
Rhaenyra desvió la mirada hacia el lugar donde su tío reía rodeado de cortesanos, y un destello de duda cruzó sus ojos antes de que su orgullo los apagara.
—Quizás tengas razón —murmuró finalmente, aunque con esa ambigüedad que no dejaba claro si realmente lo aceptaba o solo quería poner fin a la conversación.
—Es decisión tuya, ya estás lo suficientemente grande para saber —dijo Jaehaerys, con una seriedad impropia de sus seis años.
Rhaenyra lo observó con una mezcla de desconcierto y molestia. Aquel niño, aún con voz infantil y rostro redondeado por la niñez, hablaba con un peso que no correspondía a su edad.
Lo vio alejarse en silencio, sus pasos cortos y firmes perdiéndose entre los pasillos iluminados por antorchas. Por un instante, Rhaenyra sintió que no era un simple hermano menor quien le hablaba, sino un eco lejano de los dragones antiguos, un presagio disfrazado en labios inocentes.
Sacudió la cabeza, como espantando la incomodidad. Aun así, la frase seguía resonando dentro de ella, clavada como una aguja en su pensamiento: "Es decisión tuya".
—
Los lores empezaban a partir a sus territorios, sus estandartes ondeando por última vez antes de desaparecer tras las colinas. Los escuderos recogían las lanzas y armaduras, los pajes desmontaban las carpas, y el bullicio del torneo se transformaba en un murmullo de despedidas y cascos sobre el barro. El aire olía a humo de antorchas apagadas y a hierba pisoteada.
Yo paseaba por el campamento, seguido de Ser Erryk Cargyll, cuya armadura blanca relucía a pesar del polvo que el viento levantaba. Caminaba en silencio, pero su presencia era firme, como una sombra imposible de sacudir.
A cada paso, mis ojos se detenían en los restos de la festividad: mesas volcadas, copas olvidadas, un estandarte caído en el suelo, y el eco de las risas que ya se habían desvanecido. Era un contraste extraño: el lugar que días antes estaba colmado de música y alegría, ahora parecía un campo tras una batalla, despojado de su gloria.
—Princesa, espere, Lord Bartimos nos está aguardando. Ya vamos a zarpar —pronunció una voz grave, cargada de impaciencia, mientras un caballero de armadura gastada apresuraba el paso tras una figura menuda.
—No demoraré, Ser Roger. Solo me despediré de mi amigo —respondió Leonora Celtigar, girando el rostro con una sonrisa fugaz mientras sus cabellos ondeaban al viento marino que ya se hacía sentir en el campamento en retirada.
La joven avanzaba con la determinación propia de quien sabe que el deber la llama, pero no quiere marcharse sin antes cerrar un capítulo. Detrás de ella, dos caballeros más, con las conchas rojas de la casa Celtigar bordadas en sus capas, la seguían con semblantes severos. El nombre de su casa, forjada en Claw Isle y siempre leal a la corona, pesaba en sus hombros tanto como en los de la propia muchacha.
Jaehaerys, que aún recorría el campamento acompañado de Ser Erryk, se detuvo al verla venir en su dirección. Leonora aceleró el paso, sin importarle las miradas de los guardias ni el reproche de su escolta.
Leonora llegó hasta mí, un poco sofocada por la prisa. Sus guardias se detuvieron a unos pasos, vigilantes, aunque sin interponerse.
—Supongo que este es un adiós, príncipe Jaehaerys —dijo con una leve inclinación de cabeza, su voz sonaba firme, pero en sus ojos verdes había un brillo infantil que la traicionaba.
Respondí con la misma cortesía, recordando que, aunque era apenas una niña como yo, era también la heredera de una casa leal a la Corona.
—El mar los reclama de nuevo. Espero que vuestro viaje a Claw Isle sea seguro, lady Leonora.
Ella sonrió suavemente.
—Los Celtigar siempre regresamos al mar, pero quizás un día vuelva a veros en Desembarco del Rey.
Asentí, sin mostrar demasiado, aunque dentro de mí sentía cierta extrañeza ante aquella despedida tan solemne para alguien de nuestra edad.
—Sería un honor recibiros otra vez en la corte —contesté, dejando que la formalidad cubriera lo que, en realidad, era apenas la despedida de dos niños que compartieron unas pocas charlas durante las fiestas.
Leonora hizo una pequeña reverencia, antes de que Ser Roger carraspeara, recordándole que debía marcharse. Con un último vistazo, la joven Celtigar se dio la vuelta, caminando hacia su séquito. Su capa carmesí con bordados de conchas ondeaba tras ella mientras desaparecía entre las carpas medio desmontadas.
Ser Erryk, que había permanecido callado a mi lado, murmuró apenas audible:
—Una niña con demasiado carácter para su edad.
Yo solo asentí, observando cómo las banderas de la casa Celtigar se alejaban rumbo al puerto, hasta perderse de vista.
—Al principio pensé que era una niña mimada, como suele ocurrir con quienes nacen con cuchara de oro —dije casi en un susurro, más para mí que para Ser Erryk.
Mi guardia real no respondió de inmediato, pero lo vi mirarme de reojo con una expresión que parecía mezclar escepticismo y algo de ironía. Para él, mis palabras no tenían demasiado peso. Si Leonora Celtigar había nacido con una cuchara de oro… yo, príncipe de la sangre de dragón, había nacido con una de acero valyrio.
No me lo dijo en voz alta, pero lo leí en sus ojos: aquella diferencia era algo imposible de ignorar, incluso en medio de un campamento que se desarmaba poco a poco.
Ese pensamiento me persiguió unos segundos. Nacer Targaryen no era un privilegio simple, era una condena envuelta en llamas. La sangre de dragón traía consigo gloria, sí, pero también peligro, secretos y enemigos que aguardaban pacientemente para vernos caer. No se trataba solo de riquezas o títulos; cada paso que daba era observado, juzgado, comentado. No era dueño de mí mismo, y quizás nunca lo sería.
Miré a lo lejos a Leonora, que sonreía mientras discutía con sus guardias como cualquier joven que aún no entendía el peso del deber. Por un instante sentí envidia. Ella podía reír, discutir y hasta desobedecer, sin que el mundo entero lo usara en su contra. Yo, en cambio, cargaba con un apellido que ardía más que cualquier hoguera.
Ser Erryk rompió mi ensimismamiento con un seco carraspeo, recordándome que era hora de seguir adelante.