Me volví hacia él, forzando una sonrisa ligera, aunque sabía bien que sus ojos buscaban algo más que una respuesta simple.
—No era mi intención faltar, tío. Me perdí entre los bardos y los comerciantes, y cuando quise darme cuenta, el día ya había terminado.
Daemon me sostuvo la mirada unos segundos, como si midiera el peso de mis palabras, y luego soltó una risa baja.
—Excusa astuta. Los bardos y comerciantes tienen mil trucos para embaucar a cualquiera… aunque sospecho que en tu caso, la distracción fue algo más que canciones y baratijas.
No respondí de inmediato. Solo dejé que la sonrisa permaneciera en mis labios, como si su comentario hubiera sido una broma sin mayor importancia. Sin embargo, en mi interior sabía que Daemon no dejaba pasar nada; si me creía o no, eso solo lo sabía él.
El heraldo dio un paso al frente, desplegando el pergamino con ceremonia, y su voz retumbó sobre la liza:
—Ser Harrold Darklyn, de Valle Oscuro.
—Ser Lyonel Mooton, de Poza de la Doncella.
—Ser Arwyn Bar Emmon, de Aguasclaras.
—Ser Martyn Massey, de Rocadragón.
—Ser Raymont Sunglass, de Puerto Gaviota.
—Ser Joffrey Staunton, de Rocaverde.
—Ser Edric Fell, de Fawnton.
—Ser Jon Wylde, de Roca Caliza.
—Ser Moryn Bywater, de Puerto Gaviota.
—Ser Denys Brownhollow, de Brownhollow.
—Ser Robar Farring, de Acantilado Roto.
—Ser Symond Buckwell, de Bondadivina.
Los estandartes ondearon al viento: el sol dorado de los Sunglass, la luna plateada de los Darklyn, la trucha de los Mooton, el dragón blanco de los Massey, el león rampante azul de los Bar Emmon y el ciervo negro de los Staunton.
Los caballeros hicieron su entrada uno a uno, montados en corceles briosos cubiertos con caparazones de colores vivos que reflejaban el orgullo de sus casas. El metal de sus armaduras resplandecía bajo la luz del sol de la mañana, y las lanzas de fresno parecían ya ansiosas de astillarse en un rugido de gloria.
El público estalló en vítores y gritos, ondeando pañuelos y estandartes. Cada nombre anunciado levantaba la ovación de sus vasallos y simpatizantes. Las damas comentaban entre murmullos quién podría alzarse como vencedor, mientras los mercaderes aprovechaban para vender vino especiado y dulces de miel entre las gradas.
El heraldo alzó la mano, pidiendo silencio. Un redoble de tambores anunció el inicio del primer emparejamiento. La tensión se palpaba en el aire, como una cuerda tensada a punto de romperse.
Las justas habían comenzado.
El heraldo agitó su estandarte y anunció con voz solemne:
—En la primera justa: Ser Harrold Darklyn contra Ser Symond Buckwell.
Los aplausos estallaron de inmediato, pues ambos provenían de casas con cierta fama en las Tierras de la Corona. Darklyn, con su armadura oscura y el blasón del murciélago en el pecho, se inclinó orgulloso. Buckwell, más joven y con la mirada encendida, bajó la visera con ímpetu, ansioso por demostrar su valía.
—En la segunda justa: Ser Lyonel Mooton contra Ser Denys Brownhollow.
Las damas de Poza de la Doncella alzaron pañuelos al aire, vitoreando al joven Mooton, cuya gallardía le precedía. Brownhollow, por su parte, despertaba más murmullos que vítores; su blasón no era de los más renombrados, pero los suyos sabían que no carecía de ambición.
—En la tercera justa: Ser Arwyn Bar Emmon contra Ser Jon Wylde.
Los estandartes de Aguasclaras y Roca Caliza se agitaron con entusiasmo. Bar Emmon, fornido y curtido, era visto como un caballero de temple probado. Wylde, más alto y de complexión rígida, parecía un roble erguido en el campo, decidido a no ceder terreno.
—En la cuarta justa: Ser Martyn Massey contra Ser Edric Fell.
Un duelo que generó gran expectación. Massey de Rocadragón era conocido por su cercanía a la influencia de los Targaryen, mientras que los Fell de Fawnton tenían una reputación de hombres recios, endurecidos por las guerras pasadas.
—En la quinta justa: Ser Raymont Sunglass contra Ser Robar Farring.
Ambos caballeros, jóvenes y ambiciosos, se ganaron murmullos de interés. Sunglass, siempre asociado a las mareas y los puertos de su casa, mostraba en su porte el orgullo marítimo de Puerto Gaviota. Farring, en cambio, parecía más sombrío, con su blasón del acantilado roto flameando en la brisa.
—En la sexta justa: Ser Joffrey Staunton contra Ser Moryn Bywater.
Los aplausos se mezclaron con apuestas rápidas. Staunton tenía fama de hábil jinete, mientras que Bywater, de menor linaje, había construido su nombre en duelos menores y servicio armado. Muchos esperaban que esta justa fuera particularmente reñida.
La suerte estaba echada. Los doce caballeros ya tenían rivales asignados, y los murmullos en las gradas se transformaban en un rugido colectivo.
Las lanzas estaban listas, los caballos relinchaban bajo la tensión, y los escuderos corrían de un lado a otro ajustando correas y viseras. El polvo de la liza aguardaba la primera carga.
Ser Symond Buckwell, con su armadura reluciente y el blasón del ciervo rampante en campo verde bordado en su capa, espoleó suavemente a su caballo y lo condujo hacia el palco real. El murmullo del público se apagó mientras el joven caballero inclinaba la lanza en señal de respeto.
—Vuestra gracia, princesa Rhaenyra —dijo con voz firme, haciendo resonar las palabras bajo el yelmo levantado—. Os pido vuestra bendición antes de entrar en la liza.
El gesto arrancó sonrisas y susurros entre las damas cercanas, pues era costumbre que los caballeros dedicaran su participación a una dama de su elección, y hacerlo ante la hija del rey no era poca osadía.
Rhaenyra, sorprendida por la atención, se inclinó ligeramente hacia adelante desde el palco. Sus labios esbozaron una sonrisa orgullosa, aunque sus ojos brillaban con la mezcla de vanidad y diversión que la situación despertaba.
—Que vuestra lanza sea firme y vuestro brazo no tiemble, ser —respondió con una voz clara que se alzó sobre el murmullo de los presentes.
El gesto fue recibido con vítores. Buckwell bajó la cabeza en gratitud, volvió a montar con porte digno y regresó hacia su extremo de la liza, dispuesto a enfrentar a Ser Harrold Darklyn.
Los heraldos agitaron sus estandartes, anunciando que la primera justa estaba por comenzar.
—Parece que Rhaenyra se está llevando todo el protagonismo, tío… a pesar de que este torneo fue en tu honor —dije con una sonrisa ladeada, volviendo la vista hacia Daemon, que estaba sentado a mi costado.
Daemon soltó una carcajada breve, ronca por el vino, y levantó su copa de oro como si brindara por mis palabras.
—Así son estas cosas, sobrino. Una dama hermosa siempre eclipsará a un guerrero, aunque este derrame sangre y sudor en la arena —respondió, con esa ironía que le era tan natural.
Alzó el mentón hacia Rhaenyra, que en ese momento inclinaba la cabeza con gracia tras haber dado su bendición. Sus ojos, sin embargo, no mostraban celos ni disgusto, sino un brillo calculador.
—Déjalos que se peleen por su sonrisa. Yo sé quién domina realmente esta justa, y no es ninguno de esos pavos montados a caballo.
El heraldo anunció el inicio, y el estrépito de los cascos contra la tierra atrajo nuevamente la atención del público hacia la liza.
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