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Chapter 28 - Capitulo 27

El bullicio de la celebración fue cediendo lentamente, como si una marea de voces, risas y música se retirara de los campos. Las antorchas, antes un mar de luz, ahora parecían puntos solitarios que se apagaban uno a uno. La música enmudeció, el tintineo de las copas se apagó, y el aire se volvió denso con el olor a cera quemada, vino derramado y el frío del rocío de la noche.

Los lores se levantaron de las mesas, cargando el peso de la política tanto como el de la comida, y se retiraron a sus tiendas con sus guardias de casa marchando en formación. La reina Alicent Hightower se había excusado más temprano, su rostro serio mostrando la fatiga de la celebración. Se retiró con la pompa de una reina, pero con la prisa de una madre, para asegurarse de que los pequeños príncipes Aegon, Helaena y Aemond estuvieran a salvo en sus cunas. Por su parte, el príncipe Daemon Targaryen no se molestó con formalidades; con la mirada nublada por el vino y una risa ronca, se marchó del campamento con la intención de buscar compañía para el resto de la noche.

Pronto, el único que quedaba en pie junto al rey Viserys era yo. Los sirvientes se movían en silencio, recogiendo los platos de oro y las copas de plata. La luz de una gran antorcha cercana iluminaba el rostro de mi padre, revelando las finas líneas que se habían grabado alrededor de sus ojos, un mapa de sus preocupaciones.

Viserys me observó por un largo momento, con una mirada que era una mezcla de alivio y reproche. El rey no necesitaba un estandarte ni una corona para imponerse; su sola presencia llenaba el espacio, y su silencio era más pesado que cualquier estruendo.

—¿Te divertiste, Jaehaerys? —su voz era tranquila, pero había una tensión subterránea, como la calma antes de la tormenta.

Asentí, sin atreverme a mirarlo a los ojos por mucho tiempo.

—Sí, padre. La música, los relatos de los lores… me perdí en la ciudad —respondí, manteniendo la voz firme y la mentira a flor de piel. Me aferré a mi coartada, sabiendo que si mi padre notaba la más mínima grieta, todo se vendría abajo.

Él se inclinó un poco hacia mí. Su aliento olía a vino especiado y melancolía.

—Perdiste la noción del tiempo. Un príncipe no puede darse ese lujo, Jaehaerys. Cada paso que das, cada mirada, cada palabra, es juzgada por todos. No puedes desaparecer sin dar explicaciones, no cuando hay lobos con piel de oveja en cada esquina.

No dije nada, solo mantuve mi mirada humilde, esperando que la fachada del niño arrepentido fuera suficiente. El silencio se prolongó hasta que me sentí abrumado por el peso de sus expectativas.

—Sé que hay algo que no me estás diciendo —continuó mi padre, con voz más suave, casi un susurro.

Sus ojos me atravesaron como si quisiera arrancar la verdad de lo más profundo de mi pecho. Tragué saliva, pero no aparté la mirada, aunque el silencio que nos envolvía se hacía cada vez más insoportable.

Sentí un nudo en la garganta. No podía revelarle lo que sabía ni lo que había visto aquella tarde. No aún.

—Padre, solo fue un descuido mío. No volverá a ocurrir —dije, inclinando la cabeza con la mayor humildad que pude fingir.

Él inspiró hondo, como si buscara la paciencia que el trono le arrebataba día tras día. Su mano, pesada como el hierro, se posó sobre mi hombro.

"Esta bien hijo mio,confio en ti"

Asentí, aunque mi interior ardía con la contradicción entre la obediencia y la verdad que me quemaba por dentro.

Viserys se retiró entonces, arrastrando los pies con el peso de los años y de la corona invisible que nunca se quitaba. Lo vi perderse en la penumbra, hasta que quedé solo bajo la última antorcha que aún resistía la noche.

La mentira había funcionado… por ahora. Pero las palabras de mi padre resonaban como un eco implacable: "No puedes permitirte secretos". Y yo ya tenía uno demasiado grande como para cargarlo sin que tarde o temprano me aplastara.

Me quedé quieto mientras veía a mi padre perderse entre las sombras del campamento. Sus palabras aún resonaban en mis oídos, más pesadas que el vino que había bebido.

La mañana llegó clara y fresca, con un cielo azul apenas manchado por jirones de nubes. Desde temprano, el sonido de trompetas y tambores llenó el aire, convocando a nobles y plebeyos por igual hacia el campo de justas. Las gradas de madera, levantadas a las afueras de la capital, se iban llenando con un río de capas de todos los colores, estandartes ondeando al viento y voces que se mezclaban en un bullicio creciente.

El olor a heno recién extendido se mezclaba con el del sudor de los caballos y el hierro bruñido de las armaduras. Los heraldos recorrían la pista a caballo, anunciando con voz clara los nombres de las casas participantes y recibiendo vítores o murmullos según el peso de cada linaje.

En el palco principal, bajo un dosel ricamente adornado, se acomodaba el rey Viserys junto a los lores más poderosos de Poniente. A su lado estaba Rhaenyra, vestida con un espléndido traje carmesí que la hacía destacar entre todas las damas presentes, mientras la reina Alicent ocupaba su lugar con gesto solemne y distante.

Jaehaerys observaba la escena desde su sitio reservado junto a su familia, sintiendo el vibrar de la multitud como un tambor dentro del pecho. Aquella jornada prometía sangre, gloria y espectáculo, pues los mejores caballeros de los Siete Reinos se habían reunido allí para batirse en honor del rey y de sus damas.

Los escuderos corrían de un lado a otro ajustando las sillas, comprobando las lanzas y asegurando las riendas. El aire estaba cargado de expectativa. En cualquier momento, los primeros jinetes bajarían las viseras de sus yelmos y la madera de las lanzas se astillaría contra los escudos en medio del rugido del público.

—Oh, si no es mi querido sobrino —dijo una voz cargada de ironía a mi lado—. Ayer desapareciste todo el día, te perdiste el espectáculo.

Al girar, vi a mi tío Daemon sentándose a mi costado con la naturalidad de quien no pide permiso para nada. Su capa ondeó con el movimiento y, al acomodarse, dejó escapar una risita ronca. Sus ojos violetas me examinaron con esa mezcla de burla y curiosidad que solo él sabía proyectar.

—Una pena, sobrino. Te perdiste cómo los arqueros hicieron gala de su puntería. No había lanzas ni huesos rotos, cierto… pero créeme, ver a un hombre errar frente a toda la corte puede ser un golpe aún más duro que una lanza en el pecho —dijo con malicia, mientras tomaba una copa que un sirviente acababa de dejar sobre la mesa.

Bebió un sorbo y volvió a mirarme, ladeando la cabeza con fingido interés.

—Dime, ¿qué fue tan importante como para dejar plantado a tu padre y perderte la gloria o la vergüenza de los que se atrevieron a tirar?

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