Rhaenyra estaba sentada unos lugares más allá, rodeada por un grupo de ladies jóvenes de distintas casas nobles. La conversación giraba entre risas, comentarios sobre vestidos, torneos y rumores de la corte. De cuando en cuando, algún noble se acercaba a ella con demasiada intención en la mirada, intentando entablar conversación, como si cada palabra fuera un pequeño paso para ganarse su favor.
Ella sonreía con cortesía, pero sus ojos mostraban ese brillo inquieto que yo conocía bien: no estaba cómoda. Ya había cumplido catorce años, y con ello había entrado en la edad que muchos consideraban "apta" para el matrimonio. Lo que para la corte era motivo de intrigas y expectativas, para mi padre se había convertido en un dolor de cabeza constante.
Sabía que lo presionaban con propuestas de alianzas, cada lord viendo en la princesa heredera la oportunidad de asegurar poder, tierras o influencia. Y aunque Viserys sonreía con diplomacia frente a cada sugerencia, en privado descargaba su fastidio y dudas.
Rhaenyra lo sabía, y esa carga se notaba en la forma en que apretaba los labios cada vez que un noble joven se inclinaba con un cumplido más atrevido de lo permitido.
Mientras pasaba sirviendome comida del buffet en mi plato una vocesita me hablo.
Mientras me servía comida del bufé, colocando con cuidado trozos de carne y pan en mi plato, una vocecita se coló entre el murmullo del banquete.
—¿Todo eso piensas comer? —dijo la voz con descaro—. No pensaba que el príncipe fuera un glotón.
Fruncí el ceño al instante. No estaba acostumbrado a que alguien me hablara con tanta audacia, menos en público. Giré el rostro y mis ojos se toparon con una niña que me observaba fijamente.
Su cabello, largo y plateado como la luna, caía en ondas delicadas, y unos ojos verdes brillantes, casi desafiantes, me escudriñaban con descaro. Vestía túnicas finas adornadas con bordados y pequeñas joyas que resaltaban una belleza que apenas comenzaba a despuntar, pues tendría una edad muy similar a la mía.
—¿Quién eres tú? —pregunté sorprendido.
El cabello plateado no era común. Era la marca de la sangre valyria, la sangre de dragón. Los únicos que conocía eran los Velaryon, pero mis primos no habían asistido en esta ocasión. Y aunque dudaba que mi padre tuviera bastardos escondidos, la idea cruzó fugazmente por mi mente. Con Daemon, en cambio, era casi una certeza que rondaran por la ciudad algunos hijos no reconocidos, pero este banquete estaba reservado solo a nobles de nombre y linaje.
Eso dejaba una sola familia en mis pensamientos: los Celtigar.
La niña levantó el mentón con una seguridad impropia de su edad y respondió con voz firme:
—Soy Laenora Celtigar, única hija de Bartimos Celtigar.
El orgullo en su mirada era inconfundible, como si llevar aquel apellido fuera suficiente para mirarme de frente sin vacilar.
—Oh, disculpe usted —dije inclinando apenas la cabeza, mientras dejaba escapar una sonrisa torcida—. No sabía que frente a mí estaba la orgullosa y poderosa princesa de los Celtigar.
Mi voz sonó impregnada de un sarcasmo ligero, como quien juega con una broma disfrazada de cortesía. Laenora arqueó una ceja, sin apartar sus ojos verdes de los míos, como si intentara descifrar si me burlaba de ella o si realmente la estaba halagando.
—Princesa no —replicó con rapidez, inflando un poco el pecho—. Hija de Lord Celtigar. Aunque… si lo dice con esa seriedad, hasta suena bien.
Una chispa traviesa iluminó su expresión. Era evidente que no se intimidaba fácilmente, menos aún por un príncipe.
—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó con una sonrisa inocente, aunque yo estaba convencido de que ya lo sabía.
Había visto de reojo a un hombre con la estampa de los Celtigar grabada en el broche de su capa observándonos desde la distancia. No me cabía duda de que la había enviado hacia mí, quizá con la excusa de un encuentro casual.
—Vamos, no me hagas repetirlo —añadió Laenora, ladeando la cabeza con esa mezcla de curiosidad y descaro que la hacía parecer mayor de lo que en verdad era.
Yo la miré en silencio un instante, intentando decidir si aquella niña jugaba sola o si solo era la voz de su casa.
—Jaehaerys, Jaehaerys II Targaryen, primogénito del rey Viserys I Targaryen —me presenté con una leve inclinación de cabeza, procurando mantener la cortesía en mis palabras.
Acto seguido volví mi atención a la mesa, tomando un trozo de pan y sirviéndome un pedazo de carne asada. Sentía el estómago vacío, casi dolorosamente, pues no había probado bocado desde la mañana, cuando diera inicio el concurso de tiro con arco. Ahora ya era de noche, y la fatiga de todo el día se mezclaba con un hambre feroz que no podía seguir ignorando.
Laenora, en lugar de ofenderse por la brevedad de mi respuesta, parecía estudiarme con esos ojos verdes que brillaban bajo la luz de las antorchas del campamento.
—Parece que tienes mucha hambre —comentó Laenora mientras se acomodaba sin pedir permiso a mi costado, dejando que su túnica de seda cayera con elegancia sobre el banco.
Yo solo asentí, demasiado concentrado en la carne que tenía frente a mí. El hambre era más fuerte que las formalidades, así que me dediqué a comer sin darle mayor explicación.
—Me muero de aburrimiento —continuó ella, apoyando el mentón en una mano mientras observaba el bullicio del banquete—. No me gustan este tipo de eventos… todos hablando de lo mismo, sonriendo como si fueran amigos, cuando todos saben que lo único que quieren es ganarse favores.
Sus palabras, aunque dichas con el desdén propio de una niña, sonaron extrañamente sinceras.
—Mi tío me mandó contigo —soltó de pronto, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño—. Dijo que sería bueno que me hiciera amiga de un príncipe.
Me miró de arriba abajo con descaro, como si tratara de encontrar aquello que justificara la orden recibida. Entonces añadió con un dejo de burla:
—Pero no veo que tengas nada de bueno.
Las antorchas del campamento iluminaban su cabello plateado, dándole un aire aún más desafiante. Yo, con un trozo de pan en la mano y la boca medio llena, no pude evitar sentir que la pequeña Celtigar estaba probando mis límites, como si quisiera arrancarme una reacción.
Laenora Celtigar mantenía sus ojos verdes fijos en mí, esperando quizá que me ofendiera o que me alzara en cólera. En cambio, yo me limité a dejar el pan en el plato y levantar la vista hacia ella con una sonrisa ladeada, cargada de ironía.
—¿Nada de bueno? —repetí en un tono ligero, casi divertido—. Pues deberías decírselo a tu tío, tal vez se equivocó al confiar en que encontrarías algo en mí. Aunque, ahora que lo pienso… —me incliné un poco hacia ella, como si compartiera un secreto— quizá lo que no ves es precisamente lo que te falta aprender a reconocer.
Tomé de nuevo el tenedor, probando un bocado sin perder esa media sonrisa. Ella, en cambio, parpadeó un instante, como si no hubiera esperado que le respondiera sin inmutarme, y mucho menos con burla velada.
Laenora Celtigar entrecerró los ojos, intrigada por mi respuesta. Durante un instante pareció debatirse entre ofenderse o dejarse llevar por la curiosidad. Al final, inclinó apenas la cabeza, con una sonrisita que parecía admitir la derrota.
—Hablas como si fueras mayor de lo que aparentas —dijo, acomodándose en el asiento a mi lado, esta vez con un tono menos hostil.
—Tal vez lo soy —repliqué con calma, alzando la copa de jugo como si brindara con ella antes de beber un sorbo.
Laenora soltó una risita breve, luego empezó a hacer preguntas sin cesar, como si quisiera ponerme a prueba: sobre el torneo, sobre si realmente había comido tanto porque no me habían dado de almorzar, incluso sobre cómo era la Fortaleza Roja por dentro. Yo respondía con frases cortas, algunas serias, otras cargadas de ironía, y pronto la tensión inicial se fue desvaneciendo.
—Y tú, Laenora… ¿cómo es tu casa? —pregunté mientras probaba un trozo de carne asada—. Siempre he escuchado que la isla de Claw Isle es imponente, pero nunca he estado allí.
Sus ojos se iluminaron al instante, orgullosos.
—Es la isla más fuerte del reino —respondió con entusiasmo—. Sus costas están rodeadas de arrecifes y fortalezas de piedra. Mi padre dice que ningún barco enemigo podría acercarse sin ser destrozado. Y desde nuestras torres se ve el mar hasta donde alcanza la vista.
La escuché con atención. Había en su voz un tono de pertenencia y orgullo que me recordó a cómo Rhaenyra hablaba de Rocadragón.
—Suena como un buen lugar para alguien de sangre valyria —comenté con honestidad.
Ella alzó el mentón, satisfecha con mi reacción, y luego me devolvió la curiosidad con un brillo juguetón en la mirada.
—Y dime tú, príncipe… ¿ya empezaste a entrenar con la espada?
La pregunta me pilló a mitad de un bocado, y tuve que dejar el pan sobre el plato antes de responder.
—Sí —respondí tras tragar el bocado—, ya llevo unos meses entrenando en el uso de la espada… entre otras cosas.
Laenora arqueó una ceja, intrigada.
—¿"Entre otras cosas"?
—Arco, daga, algo de equitación —enumeré con calma, bajando la voz como si revelara un secreto—. Mi maestro dice que es mejor aprender de todo un poco antes de especializarse.
Ella lo meditó unos segundos, y luego esbozó una sonrisita casi burlona.
—Vaya, parece que te están preparando para ser un guerrero. Y yo que pensaba que los príncipes solo sabían bailar y recitar poemas.
No pude evitar reírme suavemente.
—Pues temo decepcionarte. Lo de los bailes aún se me da fatal.
Laenora rio por primera vez con sinceridad, dejando a un lado su aire altivo. Por un instante, el bullicio del banquete alrededor pareció desdibujarse, como si solo estuviéramos ella y yo compartiendo aquella conversación.
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