—Si lo que dice es cierto, es un asunto muy grave, mi príncipe —dijo Arryk, su voz firme pero cargada de preocupación.
—Pero usted no puede hacer nada solo —añadió—. Tenemos que informarle al rey.
Harwin asintió con gravedad, apoyando la palma sobre la mesa como si el peso de la responsabilidad se sintiera en su propio cuerpo. Tenían razón: ¿qué podía hacer un niño, aunque fuese el principe del reino?
Suspiré, intentando controlar el nudo que se formaba en mi garganta.
—Tienen razón, ser Arryk, ser Harwin —respondí con voz medida—. Por eso les pido algo más. Investigar sus filas, con la máxima discreción. Descubrir si alguien dentro de las Capas Doradas o en los círculos cercanos a la ciudad está aliado con este hombre, Maelor, o con sus hombres.
Los dos hombres me miraron fijamente, evaluando la seriedad de mis palabras. En sus ojos se reflejaba la lealtad a la corona, pero también la inquietud de enfrentarse a un enemigo que operaba desde las sombras.
—Nadie debe saber de esto por el momento —añadí, bajando la voz aún más—. Ni el rey ni otros lores. Si Maelor se entera de que sospechamos de él, desaparecerá antes de que podamos detenerlo.
El silencio se extendió en el salón. Solo el eco de nuestras respiraciones y el leve crujido de las sillas llenaban el vacío. Cada uno comprendió que el peligro no estaba en la arena del torneo, sino en los pasillos, en las sombras, donde el enemigo movía sus piezas sin que nadie se diera cuenta.
—
Salimos de la Fortaleza Roja justo cuando el sol se había ocultado por completo, tiñendo el cielo de un púrpura profundo y naranja oscuro. Las calles de Desembarco del Rey se extendían ante nosotros como un laberinto de piedra y adoquines, iluminadas apenas por las antorchas que oscilaban con el viento y los faroles colgados en las paredes de los edificios.
El aire olía a humo de tabernas, pescado fresco traído del puerto y carbón de los talleres. De vez en cuando, el sonido de cascos de caballos resonaba sobre las calles estrechas, mezclándose con los gritos de los mercaderes que recogían sus puestos y con las risas y murmullos de los plebeyos que aún paseaban a esas horas.
—Manténganse alerta —susurré a Arryk y Erryk—. No sabemos quién podría estar observando.
El camino hacia el norte nos llevó por callejones más angostos, donde las sombras parecían abrazar cada esquina. Las casas se apretujaban unas contra otras, y los balcones de madera proyectaban formas caprichosas sobre los adoquines, haciendo que incluso los guardias más experimentados se movieran con cautela.
Al pasar por el mercado aún abierto, los puestos abandonados dejaban un rastro de colores y olores: sacos de grano, barriles de vino, frutas medio marchitas y telas que habían sido rematadas durante el día. Ningún comerciante se atrevía a mirar demasiado a los extraños que pasaban; las historias de ladrones y estafadores rondaban cada esquina.
Finalmente, dejamos atrás el bullicio del centro y cruzamos la Puerta del Norte, atravesando las murallas de la ciudad. Desde allí, la vista se abrió hacia los campos más tranquilos, donde las carpas de los participantes del torneo habían sido levantadas para el banquete de la victoria. La luz de antorchas dispersas iluminaba la hierba ligeramente húmeda por el rocío vespertino. Humo de fogatas y el aroma de carne asada llegaban a nuestros sentidos mientras nos acercábamos.
Los festejos se extendían bajo la noche estrellada: largas mesas cubiertas de manteles, candelabros y jarros de vino, donde nobles y caballeros disfrutaban del banquete mientras músicos tocaban a un costado. Sin embargo, yo solo podía pensar en mantener la prudencia; el campamento estaba lleno de ojos curiosos.
El campamento brillaba con vida bajo la noche cerrada. Antorchas clavadas en estacas iluminaban el lugar con un resplandor dorado que oscilaba sobre las lonas de las carpas y el césped húmedo. El aire estaba impregnado del olor a vino dulce, pan recién horneado y carne asada, mezclado con las notas de la música que tocaban unos juglares al fondo.
El banquete de la victoria se extendía en largas mesas repletas de viandas, copas de plata y jarros de cerveza. Los nobles conversaban animadamente, sus risas y brindis mezclándose con el bullicio de los sirvientes que iban y venían cargando bandejas. Entre los invitados pude reconocer algunas caras conocidas: lores que ya había visto en la corte, caballeros de renombre, incluso algunos mercaderes poderosos que se habían ganado asiento en la mesa de los grandes gracias a su oro.
Pero mi mirada se detuvo en la mesa más amplia, al centro del campamento. Allí estaba mi padre, el rey, sentado en el lugar de honor. Su porte era solemne, la mirada seria, como un hombre que soporta el peso de un reino sobre los hombros incluso en medio de la celebración. A su alrededor se encontraban varios lores poderosos, inclinados hacia él mientras compartían palabras en voz baja, sin duda más interesadas en política que en el banquete mismo.
El estandarte real ondeaba detrás de ellos, recordándole a todos quién era el dueño de aquellas tierras y de esas voluntades. Los Capas Doradas y guardias reales formaban un cordón discreto alrededor de la mesa, vigilando que nadie no invitado se acercara demasiado.
Mientras caminaba entre las mesas acompañado por Erryk y Arryk, sentí cómo las miradas se volvían hacia mí. Algunos nobles sonreían con cortesía, otros se limitaban a observar con curiosidad. Para ellos, yo era el príncipe que había desaparecido unas horas, no más. Nadie sospechaba la verdad de lo ocurrido en los rincones oscuros del torneo, ni del veneno que ya se extendía en las entrañas de la ciudad.
Inspiré profundo, enderezando la espalda. La fachada debía mantenerse intacta: príncipe entre nobles, hijo entre la mirada de su padre, pero en mi mente solo había un pensamiento claro.
—¿Dónde estuviste, Jaehaerys? —la voz de mi padre resonó con firmeza, lo bastante fuerte para que varias conversaciones a nuestro alrededor se apagaran.
El silencio que siguió pesó sobre mis hombros como una losa. Sentí las miradas de los lores cercanos posarse en mí, expectantes, como si aguardaran un espectáculo. Viserys no era un hombre de arrebatos violentos, pero su severidad, en ocasiones, podía cortar más que una espada.
Incliné la cabeza con respeto, cuidando que mi voz sonara humilde.
—Lo siento, padre. Me distraje comprando en la ciudad, con los nuevos mercaderes que llegaron para el torneo.
Me incliné un poco más, en gesto de disculpa, esperando que mis palabras fueran lo bastante verosímiles para aplacar sus dudas. Sin embargo, cuando alcé la vista, sus ojos se mantenían fijos en los míos, como si intentara leer más allá de lo que había dicho.
El rey no respondió de inmediato. Tomó su copa de vino y bebió un sorbo lento, sin apartar la mirada. La tensión se extendió como un hilo invisible entre nosotros.
—Oh, vamos, su majestad… usted hacía lo mismo a su edad —intervino la princesa Rhaenys, con una media sonrisa que rompió la tensión.
Su tono fue ligero, casi burlón, pero sus palabras estaban bien medidas. No era un desafío directo, sino un recordatorio astuto de que incluso un rey había sido joven alguna vez.
Viserys giró la cabeza hacia ella, y por un instante su severidad pareció tambalearse. Algunos lores cercanos rieron por lo bajo, relajando el ambiente, y las copas volvieron a alzarse.
El rey dejó escapar un resoplido que podía pasar tanto por una risa contenida como por un gesto de fastidio.
—Quizás tengas razón, prima —dijo finalmente, dejando la copa a un lado—. Pero lo que un príncipe hace o deja de hacer no es asunto menor.
Yo aproveché ese respiro como si hubiera sido un golpe de aire fresco tras sumergirme demasiado tiempo en el agua. Incliné la cabeza hacia Rhaenys, agradeciendo en silencio que desviara la atención de mi padre.
Ella, en cambio, sostuvo mi mirada un segundo más de lo necesario, como si buscara leer en mí aquello que yo trataba de ocultar.