El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras que se reflejaban en los tejados de Desembarco del Rey. A esa hora, el concurso de tiro con arco ya debía haber llegado a su fin. En ese preciso instante, seguramente estaba iniciando el banquete de la victoria: una celebración en los salones dispuestos para honrar a los tres primeros puestos del torneo.
Ese banquete no era solo un festín, sino una oportunidad de oro. Los vencedores serían invitados a compartir mesa con los lores más poderosos del reino, e incluso con el propio rey. Aquella cercanía abría puertas impensadas: podían asegurar un futuro como vasallos de una gran casa noble o, en circunstancias excepcionales, aspirar a recibir el favor directo de la familia real. Para cualquier hombre de armas, era el tipo de ocasión que podía cambiar el destino de su linaje.
Yo, sin embargo, no estaba entre los vencedores ni entre los comensales. Mi familia debía hallarse en ese momento en el campamento real, levantado al norte de la ciudad, fuera de las murallas. Allí, entre pabellones adornados con estandartes y centinelas que custodiaban cada entrada, se alzaban las tiendas de mi padre y de los lores que lo acompañaban. La vida en aquel campamento era un reflejo del orden feudal: caballeros, escuderos, sirvientes y soldados convivían en un hervidero de disciplina y protocolo.
Yo, en cambio, había escogido otro escenario para mi propia jugada. Me encontraba en la Fortaleza Roja, el corazón mismo del poder en Poniente. Sus torres de piedra rojiza se recortaban contra el cielo crepuscular, proyectando largas sombras que parecían devorar los patios interiores. Allí, entre muros que habían visto el paso de reyes, traiciones y secretos, aguardaba.
Ese era el punto de encuentro que había señalado a Erryk. Él debía transmitirle a su hermano que aquí nos reuniríamos, lejos del bullicio del mercado y de las miradas indiscretas del torneo. Si había un lugar donde la verdad debía revelarse y la lealtad probarse, era este: bajo la sombra de la fortaleza que custodiaba el trono de hierro.
Ya nos habíamos quitado las toscas túnicas que habíamos usado para ocultar nuestra identidad entre la multitud del torneo. La tela áspera y sin adornos quedó doblada en un rincón, como si fuera la piel de un disfraz que ya no tenía utilidad.
Ahora, de pie bajo la luz tenue que entraba por las ventanas altas de la Fortaleza Roja, recuperaba mi verdadera apariencia: la de un príncipe de la sangre real. Vestía ropas limpias y finamente bordadas, con colores y emblemas que ningún plebeyo se atrevería a portar. El peso de aquellas prendas no era solo de tela y bordado, sino de linaje y expectativas.
A mi lado, Erryk también había cambiado. Su porte ya no era el de un hombre que buscaba pasar inadvertido entre mercaderes y soldados rasos. Con la túnica fuera, revelaba la figura de un caballero honorable, erguido y vigilante, con cada gesto recordando la solemnidad de la Guardia Real. El contraste era evidente: donde antes parecía un simple acompañante, ahora irradiaba la autoridad de alguien nacido para custodiar reyes y príncipes.
Las puertas del salón se abrieron lentamente, dejando entrar una bocanada de aire fresco del pasillo. Dos figuras se recortaron contra la luz de las antorchas que iluminaban la entrada.
El primero en avanzar fue Ser Arryk Cargyll, ataviado con la armadura blanca impecable de la Guardia Real. Su porte era el de un hombre que vivía bajo juramento, con cada movimiento medido, solemne. La capa blanca ondeaba suavemente a su paso, y aunque sus facciones eran las mismas que las de Erryk, la disciplina en su semblante lo hacía parecer aún más rígido, como si su identidad estuviera definida únicamente por el juramento de servir y proteger a la corona.
A su lado marchaba Ser Harwin Strong, capitán de una de las 100 unidades de Capas Doradas. Más alto y robusto, con la fuerza de un guerrero curtido en las calles de Desembarco, irradiaba autoridad y firmeza. Llevaba la capa dorada sobre la armadura negra de la guardia de la ciudad, y sus ojos atentos se movían con instinto de protector, evaluando cada rincón del salón. Aunque su fama era la de un hombre cercano al pueblo llano, en este lugar su figura imponía respeto y obediencia.
Ambos, al entrar, hicieron una breve inclinación respetuosa. No era exagerada ni teatral, sino la justa para honrar la sangre real presente en la estancia. El silencio se mantuvo un instante más, mientras el eco de sus pasos resonaba sobre el mármol del suelo.
Arryk fue el primero en romper el silencio, inclinando ligeramente la cabeza hacia el príncipe.
—Me alegra verlo sano y salvo, mi príncipe —dijo con voz grave, aunque sus ojos reflejaban una mezcla de preocupación y expectativa—. Pero si me lo permite… ¿podría explicarme qué es lo que está sucediendo?
Jaehaerys sostuvo la mirada de su Guardia Real con firmeza, sin el titubeo propio de un niño de su edad.
—Está bien, mereces saberlo —respondió con calma—. Erryk me habló de ti, me dijo que eres un hombre de confianza. Y después de verlo aquí, confirmo que yo también lo creo.
El príncipe se volvió entonces hacia el capitán que acompañaba a Arryk. La figura imponente de Harwin Strong destacaba bajo la capa dorada, con esa presencia que imponía respeto incluso sin pronunciar palabra.
—Y usted, ser Harwin… —continuó Jaehaerys, con un tono casi adulto en su seriedad—, es hijo de Lyonel Strong, el maestre de leyes del Rey. Un hombre honorable, cuya lealtad a la corona nadie pone en duda. No creo que la manzana haya caído lejos del árbol.
Harwin arqueó apenas una ceja, sorprendido por la madurez de las palabras que salían de un niño de seis años, pero enseguida bajó la cabeza en señal de respeto.
—Mi vida y mi espada pertenecen a la corona, alteza —afirmó con solemnidad.
La atmósfera en la sala se tensó, como si las palabras hubiesen marcado el inicio de algo más grande que una simple conversación.
Jaehaerys respiró hondo antes de hablar, sus dedos jugueteaban con el borde de la mesa como si intentara ordenar en su mente cada palabra. La luz de las antorchas proyectaba sombras alargadas en las paredes del salón, envolviendo la conversación en un aire de secreto.
—Bueno, esta es la cuestión —dijo al fin, con voz baja pero firme—. Lo que estoy a punto de contarles no puede, bajo ninguna circunstancia, llegar a oídos de mi padre… al menos no por el momento.
Arryk frunció el ceño, pero no lo interrumpió. Harwin, en cambio, cruzó los brazos sobre el pecho, atento a cada sílaba.
—Sé que lo que les pido puede parecer una traición a mis deberes como hijo y como príncipe —continuó Jaehaerys, apretando los labios antes de soltar la frase—. Pero les ruego que confíen en mí.
El joven Targaryen bajó la voz aún más, hasta convertirla en un susurro que apenas rompía el silencio de la estancia.
—Hay algo turbio en esta ciudad… algo que se esconde bajo las celebraciones y las justas. Y me temo que las raíces mismas del reino están comenzando a envenenarse.
Las palabras cayeron como plomo en el aire. Arryk lo miraba con seriedad, tratando de medir la magnitud de lo que el príncipe insinuaba. Harwin, por su parte, apretó la mandíbula con una mezcla de inquietud y lealtad silenciosa.