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Chapter 19 - Capítulo – Lo que calla el silencio

Narrado por Julián

No sé cuánto tiempo pasó desde que ella se quedó ahí, junto a mí, sin decir nada.

Tal vez fueron minutos. Tal vez horas.

El reloj marcaba un tiempo distinto, uno que no pertenece al mundo de afuera.

Elena permanecía a mi lado, mirando por la ventana, mientras el viento movía las cortinas y el mar rugía en la distancia.

La penumbra llenaba la habitación con una luz suave, azulada, como si todo lo que dolía se disolviera un poco en ese color.

Yo no podía dejar de mirarla.

No hacía nada extraordinario: respiraba, se recogía el cabello detrás de la oreja, apoyaba las manos sobre las rodillas.

Pero en cada movimiento había una calma que me desarmaba.

No era la primera vez que pasábamos la noche despiertos, pero sí era la primera vez que ninguno de los dos intentaba fingir que no estaba ocurriendo algo.

Algo que ya no podíamos nombrar, pero que crecía en el silencio.

Quise decir su nombre, pero no lo hice.

Era suficiente con sentir su presencia.

Desde que llegó, mi vida ha estado llena de palabras: instrucciones, horarios, ejercicios, indicaciones.

Pero nunca había aprendido tanto como en el silencio.

Elena enseña con el silencio.

Y esa noche, me estaba enseñando a quedarme quieto.

Cuando la respiración de ambos se acompasó, algo en mí cambió.

No era deseo, ni impulso. Era reconocimiento.

El cuerpo recuerda incluso lo que la mente intenta olvidar.

Y en su presencia, yo recordaba lo que era vivir.

Antes de ella, solo existía la rutina amarga de mis días: dolor, rehabilitación, soledad.

La voz de mi esposa al teléfono, siempre apurada, distante.

Las paredes blancas del hospital, luego las de esta casa.

Hasta que apareció Elena, con esa manera suya de no tener miedo de mi rabia ni de mi debilidad.

Ella no sabe —o no quiere saber— cuánto cambió las cosas.

No solo porque me ayudó a caminar, sino porque me hizo volver a mirar.

A mirar el mundo, a mí mismo… y a ella.

La veo y pienso en todo lo que no puedo decirle.

Pienso en la promesa que me hice de no arrastrar a nadie más a mi ruina.

Pero también pienso en lo injusto que sería callar cuando por primera vez en años siento que el corazón late por algo real.

Su sombra se mueve ligeramente.

Se ha quedado dormida en la silla, la cabeza apoyada en el respaldo, los labios entreabiertos.

Hay algo de niño y de mujer en esa postura, una fragilidad que me duele y me calma a la vez.

Me sorprendo al descubrir que sonrío.

Hace meses que no lo hacía sin forzarlo.

Y me descubro también deseando proteger ese instante de todo lo que vendrá después.

El mar golpea con fuerza contra las rocas.

Ese sonido se mezcla con el de su respiración.

Y, por un momento, todo parece tener sentido.

Intento moverme, estiro el brazo y apago la lámpara.

El cuarto queda sumido en la penumbra total.

Solo la luz del exterior se filtra entre las cortinas, dibujando un reflejo sobre su rostro.

La observo así, en silencio, y me doy cuenta de que estoy perdido.

Y no me importa.

No sé en qué momento cerré los ojos, ni cuánto dormí.

Solo sé que cuando los abrí, ella seguía ahí.

Pero ya no dormía.

Estaba mirándome, con esa mezcla de sorpresa y ternura que me desarma.

—Buenos días —murmuré, aunque todavía era de noche.

—No es de día —respondió en voz baja—. Apenas son las tres.

Su voz tenía un temblor suave, casi imperceptible.

Y fue entonces cuando lo entendí: ella también estaba luchando.

No solo conmigo, sino consigo misma.

—No tenías que quedarte —le dije.

—Lo sé.

—Pero lo hiciste.

—Sí.

Ninguno de los dos buscó explicar nada.

Y, sin embargo, en ese intercambio estaba todo.

—A veces pienso que me estás salvando —le confesé.

Ella bajó la mirada.

—No digas eso.

—Es la verdad. —Hice una pausa—. Y no sé cómo agradecerlo.

No respondió.

Solo se levantó despacio y caminó hacia la ventana.

La luz de la luna dibujó su silueta, y por un instante quise levantarme, ir hacia ella, pero no lo hice.

No porque no quisiera, sino porque entendí que su distancia era su forma de protegernos.

—Julián —dijo finalmente, sin volverse—. Hay cosas que no deben decirse.

—¿Por miedo?

—Por respeto.

—¿A quién?

—A todo lo que no somos.

Su respuesta me dolió más de lo que esperaba.

Pero también me pareció la más honesta.

—Entonces dime —le pedí con voz baja—, ¿qué somos, Elena?

Tardó en contestar.

Y cuando lo hizo, su voz era apenas un susurro:

—Somos lo que el silencio deja ser.

Esa frase me atravesó.

No supe si quería llorar o reír.

Porque tenía razón.

Nuestro vínculo vivía en lo no dicho, en lo que flotaba entre las palabras.

Y, quizás, en eso residía su pureza… y su condena.

Ella se giró hacia mí.

Sus ojos brillaban.

No de tristeza, sino de lucidez.

Y me di cuenta de que si daba un paso más, la perdería.

Y si me quedaba quieto, también.

Nunca había sentido una impotencia tan perfecta.

—No quiero que te vayas —le dije, antes de poder detenerme.

—Lo sé —contestó, y su voz se quebró un poco—. Pero algún día tendré que hacerlo.

Me quedé sin respuesta.

La idea de verla partir me resultó insoportable.

Pero insistir sería egoísta.

—Solo prométeme una cosa —dije.

—¿Cuál?

—Que cuando te vayas… no olvides este silencio.

Ella asintió.

Y por primera vez desde que la conocí, se acercó sin miedo.

Solo apoyó su mano sobre la mía.

Nada más.

Y, sin embargo, fue suficiente para que todo el dolor y la calma del mundo se mezclaran dentro de mí.

Ese gesto fue una promesa muda, y supe que no necesitábamos decir más.

Porque había cosas que las palabras destruirían.

Nos quedamos así, quietos, respirando al mismo tiempo.

El reloj marcaba las tres y media, el mar seguía sonando, y la noche parecía eterna.

Pero dentro de mí algo había cambiado.

Por primera vez en mucho tiempo, no temí al amanecer.

Porque aunque el día trajera distancia, culpa o despedidas, ya sabía que no estaba solo.

Elena no era una ilusión.

Era la prueba de que incluso en la ruina, la vida podía volver a florecer.

Y aunque el futuro se sintiera incierto, el presente era real.

Y era nuestro.

Continuará…

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