Narrado por Elena
No dormí.
Pasé toda la noche dando vueltas en la cama, mirando el techo, escuchando el sonido lejano del mar.
Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro.
Esa mirada que me lanzó cuando dije que no podía permitir que esto creciera.
Esa mezcla de tristeza y ternura, de reproche y comprensión.
"Ya lo hiciste", me dijo.
Y esa frase no ha dejado de resonar en mi cabeza desde entonces.
No sé en qué momento todo se desvió.
Al principio era simple: él era mi paciente, yo su enfermera.
Yo debía cuidar su cuerpo, ayudarle a caminar de nuevo, mantener la distancia profesional que juré no romper nunca.
Pero los límites se desdibujaron sin que lo notara.
Primero fueron las conversaciones, luego las miradas, después los silencios.
Y ahora… ahora temo que ya sea demasiado tarde.
Intento convencerme de que lo que siento es solo empatía.
Que confunde mi mente el hecho de verlo tan vulnerable, de escuchar su voz al final del día, cuando el resto de la casa duerme.
Pero en el fondo sé que no es así.
Esto va más allá del deber.
Y esa certeza me asusta.
Al amanecer, bajo a la cocina.
Necesito moverme, ocupar las manos, distraer la mente.
Preparo café, corto pan, limpio una mesa que ya estaba limpia.
La rutina siempre fue mi refugio.
Hasta que llegó él.
Escucho pasos arriba.
Su paso todavía es lento, irregular, pero ya no necesita tanto apoyo.
Ese sonido me llena de orgullo y miedo a la vez.
Orgullo por su progreso.
Miedo… porque cada mejora lo hace más independiente, y más capaz de decidir por sí mismo qué siente, a quién quiere.
Cuando subo a su habitación, lo encuentro mirando por la ventana.
El sol ilumina su rostro y por un instante me cuesta reconocer al hombre que conocí hace semanas, débil, frustrado, en silencio.
Ahora se ve diferente.
Vivo.
—Buenos días —le digo, intentando sonar natural.
—Buenos días, Elena. Dormiste poco, ¿verdad?
Lo miro, sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienes ojeras —responde con una leve sonrisa—. Y el café que traes parece más para ti que para mí.
Me siento expuesta, como si pudiera leerme sin esfuerzo.
—Fue una noche larga, nada más —murmuro.
—¿Por mi culpa?
Quiero negarlo, pero no puedo mentirle.
—No exactamente.
Su mirada se suaviza.
—No quiero ser un problema en tu vida.
—No lo eres —respondo demasiado rápido—. Solo… es complicado.
—Lo sé.
Hay tanto que flota entre esas dos palabras.
Y tan poco que puedo decir.
Empezamos los ejercicios.
Hoy se mueve mejor, con más seguridad.
Su cuerpo responde, pero su mirada no se despega de mí.
Cada vez que su mano roza la mía, mi piel se eriza.
Y aunque intento mantener la distancia, cada día me cuesta más hacerlo.
—Muy bien —digo mientras ajusto la posición de su hombro—. No te precipites.
—Solo estoy siguiendo tu ritmo —responde en voz baja.
El tono me obliga a apartar la mirada.
No puedo permitirme interpretar esas palabras.
Al terminar, lo ayudo a sentarse.
Sus dedos se quedan un segundo más sobre los míos, y esa mínima demora es suficiente para desatar el caos dentro de mí.
Retiro la mano, fingiendo que necesito anotar algo.
—Estás progresando rápido —digo, tratando de sonar profesional—. Dentro de poco podrás caminar sin asistencia.
—Y entonces ya no tendrás que quedarte —responde él, con una calma que me desarma.
No sé qué decir.
Lo que debería sentir es alivio, pero no.
Siento un vacío que me aprieta el pecho.
—Eso es lo que esperábamos —logro decir.
—¿Tú también lo esperabas?
Su voz es baja, casi un susurro.
Hay sinceridad, pero también dolor.
Y antes de que pueda contestar, añade:
—A veces creo que temes más lo que sientes que lo que podría pasar.
Lo miro.
—No sabes lo que dices.
—Lo sé perfectamente.
Sus palabras me hieren porque son ciertas.
Necesito salir, respirar.
Recojo los papeles y me pongo de pie.
—Voy a preparar el almuerzo —digo, esquivando su mirada.
Pero antes de que alcance la puerta, él añade algo que me detiene.
—No te pido nada, Elena. Solo que no huyas de lo que ya está ahí.
No respondo.
No puedo.
Si digo algo, la represa se rompe.
Bajo las escaleras con el corazón desbocado.
En la cocina, el vapor del agua hirviendo empaña los vidrios, y me apoyo en la mesa para recuperar el aliento.
No debería temblar por unas palabras.
No debería sentir esto.
Soy su enfermera.
Y, sin embargo, cuando cierro los ojos, lo único que deseo es volver a subir.
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Esa tarde, la esposa de Julián llama.
Su nombre aparece en la pantalla del teléfono y siento un golpe seco en el estómago.
Respondo, porque él no puede bajar.
Su voz es fría, cortante, mecánica.
Pregunta por los avances, por las medicinas, por los informes.
Ni una palabra de cariño, ni una de interés real.
Solo obligaciones.
—Está progresando muy bien —le digo, esforzándome por sonar neutra.
—Perfecto. En unos días enviaré a alguien a recoger algunos documentos.
—Está bien. —Y cuelga.
Me quedo mirando el teléfono unos segundos, con una mezcla de rabia y tristeza.
No entiendo cómo alguien puede ser tan indiferente.
Y lo peor es que, sin quererlo, me descubro pensando en lo que haría yo en su lugar.
Si fuera yo quien esperara su llamada.
Si fuera yo quien compartiera su vida.
El pensamiento me quema, y me odio por ello.
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Al anochecer, subo de nuevo.
Él está sentado junto a la ventana, con un libro en las manos.
Me mira apenas entro.
—¿Era ella? —pregunta.
Asiento.
—Sí.
—Siempre suena igual, ¿verdad?
—No deberías decir eso.
—Pero es verdad. —Cierra el libro y me mira—. Tú hablas diferente.
Sus palabras caen despacio, una a una, como gotas en un vaso que ya rebosa.
Y esta vez no puedo esconderme detrás del deber.
—Julián… —empiezo, pero él se adelanta.
—No quiero que digas nada. No ahora. Solo quédate.
Y lo hago.
Me quedo.
Sin decir palabra.
El silencio que nos rodea ya lo dice todo.
El sol desaparece, y la habitación se llena de esa luz azul que anuncia la noche.
Podría irme, pero no lo hago.
No porque deba, sino porque no quiero.
Y mientras él respira tranquilo, mientras la brisa mueve las cortinas, me doy cuenta de algo que me aterra:
ya no puedo imaginar mis días sin él.
No sé qué pasará después.
No sé si esto tiene un destino o solo un final.
Pero ya no puedo negarlo.
Julián cambió algo en mí que no sé cómo deshacer.
Y aunque sé que es imposible, aunque sé que hay un muro entre lo que siento y lo que debería sentir…
no puedo dejar de esperarlo.
Ni de amarlo en silencio.
Continuará…
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