Han pasado tres días desde la lluvia.
Y todavía recuerdo la forma en que Elena salió al jardín aquella tarde, con los ojos brillantes y las manos temblando.
No necesito que me lo diga. Sé que está luchando.
Contra lo mismo que yo.
Desde entonces, algo en el ambiente ha cambiado.
No hablamos del tema.
No mencionamos lo que dijimos, ni las miradas, ni los silencios.
Pero ambos sabemos que está ahí, latiendo entre nosotros, tan real como el aire que respiramos.
Hoy desperté con una sensación diferente.
Más fuerza en los brazos, más control en las piernas.
Los ejercicios que Elena me enseñó empiezan a dar resultado.
Por primera vez desde el accidente, pude moverme sin su ayuda durante unos segundos.
No mucho, pero suficiente para sentir algo que creía perdido: dignidad.
Cuando la escuché subir las escaleras, mi corazón se aceleró.
No era solo ansiedad. Era… una necesidad que no entendía del todo.
Necesidad de verla, de oír su voz, de comprobar que aún estaba ahí.
Golpeó suavemente la puerta y asomó la cabeza.
—¿Cómo amaneciste?
—Con más energía —le respondí, sonriendo—. Quizá hoy logre vencerte en los ejercicios.
Ella sonrió también, pero su sonrisa tenía ese brillo nervioso que la delata.
—Lo dudo. —Se acercó, con la bata blanca, el cabello recogido y un mechón rebelde que siempre se escapa del moño—. Pero me alegra verte así.
Sus palabras me calientan más que el sol que entra por la ventana.
No lo digo, pero ella lo sabe.
Puedo verlo en la manera en que evita mi mirada, en cómo sus dedos se aferran al cuaderno de notas.
—¿Seguimos con la rutina de siempre? —pregunta, intentando sonar profesional.
—Claro —respondo, aunque mi mente está lejos de los ejercicios.
Comenzamos despacio.
Ella me ayuda a sentarme en la silla. Su mano se apoya en mi espalda, firme, segura.
Yo trato de concentrarme en el movimiento, pero es imposible ignorar el roce de su piel, el calor de su cuerpo cerca del mío.
—Muy bien —dice en voz baja—. Controla la respiración. No te precipites.
Obedezco, aunque lo único que controlo con dificultad es el impulso de girarme y mirarla.
Su voz me sostiene más que sus manos.
Después de varios intentos, logro mantenerme en pie unos segundos.
Ella aplaude suavemente, con una emoción sincera que me desarma.
—¡Lo hiciste! —dice con una risa breve, limpia—. Julián, lo lograste.
Yo la miro.
—Lo hicimos. —Y lo digo despacio, saboreando cada sílaba, porque lo siento así.
Por un momento, nos quedamos en silencio.
Ella todavía sostiene mi brazo, y sus dedos tiemblan apenas.
Hay algo en el aire, una corriente que no se puede fingir ni detener.
Pero entonces baja la mirada, da un paso atrás y respira hondo.
—Necesitas descansar un poco —murmura.
—Estoy bien.
—Aun así… es mejor no forzar.
Obedezco. Pero cuando me siento, no la pierdo de vista.
Su rostro tiene esa expresión contradictoria que ya reconozco: fuerza por fuera, tormenta por dentro.
La misma que veo en el espejo cuando estoy solo.
Ella acomoda mis almohadas, revisa el pulso, anota números en su libreta.
Todo con precisión, con cuidado.
Pero noto cómo evita quedarse demasiado cerca, como si temiera lo que pueda pasar si nuestras manos vuelven a encontrarse.
—Elena —digo al fin, rompiendo el silencio—. No tienes que alejarte tanto.
—No lo hago —responde sin mirarme.
—Sí lo haces. Desde hace días.
—Solo intento mantener el equilibrio.
—¿Y lo logras?
Se queda quieta.
Sus hombros se tensan.
—Lo intento —susurra.
Quisiera decirle que yo también lo intento, que cada día me cuesta más fingir que esto no me importa.
Pero no quiero presionarla.
Sé que si la empujo, puede irse.
Y no podría soportar eso.
Cuando termina la sesión, se dispone a salir.
Antes de llegar a la puerta, le digo:
—Gracias.
Ella se detiene.
—No me agradezcas por hacer mi trabajo.
—No te agradezco por eso. Te agradezco por quedarte.
No responde.
Solo baja la cabeza y se va.
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El resto del día lo paso mirando por la ventana, observando cómo las nubes se mueven sobre el mar.
El mismo mar donde hace unos días volví a sentirme vivo.
Y donde todo cambió.
Pienso en ella más de lo que debería.
En su voz cuando se enoja, en la forma en que sus ojos se iluminan cuando logro algo nuevo, en el leve temblor de sus labios cuando intenta disimular lo que siente.
Me gustaría decir que es solo gratitud, pero sería una mentira.
No sé cuándo empezó esto.
Tal vez fue la primera vez que me habló sin tratarme como un enfermo.
O la noche que se quedó conmigo cuando tuve fiebre.
O cuando me miró con esa mezcla de ternura y rabia que solo ella puede tener.
Sea cuando sea, desde ese día ya no hubo vuelta atrás.
Y sin embargo, hay culpa.
Una culpa silenciosa, que se mezcla con esperanza.
Porque todavía hay un anillo en mi dedo, aunque hace meses que dejó de significar lo mismo.
Mi esposa ya no viene.
Su ausencia se volvió costumbre.
Y yo… ya no la espero.
Elena, en cambio, está aquí.
Cada día, cada noche.
Con su paciencia, su fuerza, su silencio.
Ella no solo cuida mi cuerpo. Cuida lo que queda de mí.
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Al caer la tarde, la llamo desde el pasillo.
—¿Podrías venir un momento? —le pido.
Ella sube enseguida, con ese andar ligero y cuidadoso que la caracteriza.
—¿Qué ocurre?
—Nada grave. Solo… quería hablar.
Se cruza de brazos, a la defensiva.
—¿Sobre qué?
—Sobre nosotros.
La palabra queda suspendida en el aire.
Ella traga saliva, pero no huye.
—Julián… no hay un "nosotros".
—Claro que lo hay —respondo suavemente—. Tal vez no en el sentido que temes, pero lo hay. Hay algo aquí. Algo que los dos sentimos, aunque fingimos que no.
Ella baja la mirada.
—No puedo permitir que esto crezca.
—¿Y si ya creció? —pregunto.
—Entonces tendré que aprender a podarlo.
Esa frase me atraviesa.
No digo nada.
Solo la observo.
Sus manos se aferran a los bolsillos de su bata, como si necesitara sujetarse de algo para no temblar.
Y en ese momento comprendo que la lucha no es solo mía.
Ella también está atrapada entre el deber y el deseo, entre lo correcto y lo inevitable.
—No quiero hacerte daño —me dice finalmente, con voz baja.
—Ya lo hiciste —respondo con una media sonrisa—. Pero no de la forma en que temes.
—¿Entonces cómo?
—Me hiciste recordar lo que era estar vivo.
Ella parpadea, sorprendida.
Y durante unos segundos, la tensión desaparece.
Solo quedamos nosotros, dos personas heridas, compartiendo el mismo silencio.
Luego da un paso atrás.
—Necesito irme —dice.
—Está bien. —Asiento despacio—. Pero prométeme algo.
—¿Qué?
—Que no te alejarás del todo.
No responde.
Sale del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
Y mientras la oigo alejarse por el pasillo, pienso que la vida es cruelmente irónica: justo cuando empiezo a recuperar las fuerzas, descubro que lo único que podría derribarme de nuevo… es perderla.
Continuará…
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