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Chapter 16 - Capítulo – Lo que no debo sentir

Las horas pasaron lentas, pesadas, una tras otra, con el sonido de la lluvia golpeando las ventanas y el eco de su voz aún retumbando en mi mente:

> "Y si ya la cruzamos sin darnos cuenta…"

No podía dejar de pensar en esas palabras.

No podía dejar de pensar en él.

En su mirada, en cómo me sostuvo los ojos cuando intenté negar lo que era evidente, en la forma en que dijo mi nombre, despacio, como si saboreara cada letra.

Y eso me dolía más que cualquier cosa.

Porque no debía sentir esto.

Porque no podía.

Cuando amaneció, el cielo seguía gris.

La lluvia había cesado, pero el olor a tierra mojada llenaba toda la casa.

Me quedé un rato mirando por la ventana, intentando calmar el torbellino de pensamientos que me consumía.

Julián estaba abajo, en silencio, leyendo.

Al menos eso me decía el sonido de las páginas al pasar.

Respiré hondo y bajé las escaleras.

Tenía que fingir normalidad.

Tenía que ser fuerte.

Cuando entré a la sala, él levantó la mirada.

Su expresión era tranquila, casi serena, pero sus ojos… sus ojos decían otra cosa.

Había en ellos algo nuevo, una intensidad que antes no estaba.

Una certeza que me asustaba y me atraía al mismo tiempo.

—Buenos días —dije, intentando sonar natural.

—Buenos días —respondió, y su voz fue un susurro que me recorrió la piel.

Fingí ocuparme de los detalles: revisar la medicación, ajustar la almohada del sillón, limpiar una mancha inexistente en la mesa.

Él me observaba en silencio.

Cada gesto mío parecía despertar algo en su mirada, y ese simple hecho hacía que mis manos temblaran.

—¿Dormiste bien? —preguntó.

—Lo suficiente. ¿Y tú?

—Pensé demasiado. —Su respuesta fue honesta, sin defensas.

—No deberías pensar tanto —intenté bromear, pero la voz me salió más suave de lo que quería.

—No puedo evitarlo, Elena.

—A veces es mejor no pensar.

—Eso intento desde que llegaste.

No supe qué decir.

El silencio se volvió denso, incómodo.

Y, sin embargo, no quería que terminara.

Fui a la cocina a preparar el desayuno.

Necesitaba distancia. Aire.

Pero mientras revolvía el café, no hacía más que recordar su voz, su mirada, el modo en que mi nombre sonó diferente anoche, como si me perteneciera.

"Soy su enfermera", me repetí una y otra vez, como un rezo.

Pero esa frase empezaba a sentirse hueca, insuficiente.

No era solo su enfermera.

No desde hacía tiempo.

Cuando regresé, lo encontré mirando por la ventana.

El reflejo del cielo gris se mezclaba con el suyo, y por un momento tuve la sensación de estar observando un cuadro.

Tan frágil, tan humano, tan vivo.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—En ti. —La respuesta fue tan directa que me paralizó.

Tragué saliva.

—Julián, no digas eso.

—¿Por qué no?

—Porque no está bien.

—¿Y sentir algo sincero está mal?

Sus palabras me dolieron.

No porque fueran agresivas, sino porque eran verdad.

No había falsedad en su tono, ni manipulación, solo una tristeza profunda, limpia.

La tristeza de alguien que se había pasado la vida esperando volver a sentir.

—Tú mereces paz, Julián —murmuré—. No confusión.

—¿Y si esa paz solo la encuentro cuando estás cerca?

Mis ojos se humedecieron.

Tuve que girar el rostro para que no lo notara.

Sentí que el corazón me latía con fuerza, como si quisiera escapar de mi pecho.

—No digas eso… —susurré—. No me lo digas.

—Pero lo pienso.

—Entonces no lo pienses.

Lo oí suspirar, cansado, resignado.

—No puedo.

Esa confesión me desarmó.

Durante meses lo había visto luchar contra el dolor, la frustración, la desesperanza.

Y ahora que empezaba a sentir algo que lo devolvía a la vida, ¿yo debía ser quien lo apagara?

Me acerqué para ajustar la manta sobre sus piernas.

Era un gesto cotidiano, mecánico.

Pero mis manos temblaban.

Él notó mi inquietud, porque cuando levanté la vista, su mirada me encontró de nuevo.

Fue apenas un segundo.

Un segundo suficiente para que todo lo que estábamos conteniendo se hiciera visible.

Retrocedí un paso.

—Necesito salir un momento —dije.

—¿A dónde?

—A respirar. —Fue lo único que pude responder.

Salí al jardín.

El aire estaba frío, el suelo aún húmedo por la lluvia.

Cerré los ojos y dejé que el viento me golpeara el rostro.

¿Por qué él?

¿Por qué ahora?

Podía soportar los días largos, el cansancio, incluso las noches en vela.

Pero no esto.

No esta sensación de perder el control de mis propios sentimientos.

Pensé en su esposa, en la indiferencia con la que lo trataba cuando venía a visitarlo.

En el modo en que apenas lo miraba.

Y eso me dolía.

Porque mientras ella lo olvidaba, yo lo estaba recordando demasiado.

No sé cuánto tiempo estuve afuera.

Cuando regresé, él seguía en la sala, esperándome.

Su rostro era tranquilo, pero había en su expresión una leve tristeza.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

—Sí. —Mentí.

—No pareces segura.

—Lo estoy. —Intenté sonreír, pero mi voz me traicionó.

Me acerqué y me senté frente a él.

—Julián, escúchame. Lo que está pasando… no puede pasar.

—¿Por qué? —preguntó, con la calma de quien ya sabe la respuesta pero quiere oírla igual.

—Porque hay límites. Porque hay cosas que no se deben sentir.

—Entonces dime cómo se hace. Dime cómo se deja de sentir.

No supe qué responder.

Me quedé callada.

Y en ese silencio, comprendí que tal vez ya era demasiado tarde para volver atrás.

Pasaron unos segundos que parecieron eternos.

Finalmente me puse de pie.

—Voy a revisar tus medicamentos —dije, buscando refugio en lo que conocía.

Mientras caminaba hacia la cocina, sentí su voz detrás de mí, suave, apenas un hilo de aire.

—Elena… ¿y si no es un error?

No respondí.

No podía.

Solo seguí caminando, con el corazón latiendo tan fuerte que me costaba respirar.

Esa noche, mientras escribía el informe diario, la tinta de mi pluma se mezcló con una lágrima.

No supe si era tristeza, miedo o esperanza.

Quizás las tres.

Cerré el cuaderno y miré hacia su habitación.

Una tenue luz escapaba por la rendija de la puerta.

Supe que tampoco dormía.

Y comprendí que algo nos unía más allá de las palabras, más allá de lo permitido.

Algo que ninguno de los dos había buscado, pero que nos había encontrado igual.

Suspiré.

Y por primera vez, no recé para que desapareciera.

Solo pedí que el destino, si iba a castigarnos, al menos nos diera un poco más de tiempo.

Continuará…

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