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Chapter 15 - Capítulo – El día después

Desperté antes del amanecer.

No recuerdo la última vez que lo hice sin una punzada de dolor en el cuerpo. Pero esa mañana fue distinta: me sentía… liviano. No del todo libre, pero sí menos atado a la oscuridad que solía acompañarme desde el accidente.

El mar todavía se oía a lo lejos, y en el aire quedaba ese olor a sal que se había colado por la ventana anoche, junto con el recuerdo de ella.

Elena.

Su nombre me daba vueltas en la cabeza como un eco suave, insistente.

No podía apartar su imagen de mi mente: la forma en que la luz de la luna rozaba su piel, el brillo nervioso de sus ojos cuando le dije que había sido ella quien me devolvió la vida.

No sé si fue el cansancio o la emoción, pero sé que lo dije con el corazón.

Y ella lo supo.

El reloj marcaba las seis.

Me giré despacio, buscando mi libreta de notas. Antes del accidente, solía escribir para aclarar mis pensamientos. Después, la abandoné. Pero ahora sentía una urgencia extraña por escribir algo, cualquier cosa.

Tomé el lápiz, y sin pensarlo demasiado, escribí:

> "A veces el corazón se repara con una voz, no con el tiempo."

Cuando escuché sus pasos acercarse por el pasillo, cerré la libreta.

Elena entró con la suavidad de siempre, llevando la bandeja del desayuno.

Pero algo era diferente.

No sé si era su forma de evitar mi mirada, o ese leve temblor en sus manos mientras dejaba la taza de café sobre la mesa.

Yo también lo sentía: el aire entre nosotros había cambiado.

—¿Dormiste bien? —preguntó, sin mirarme directamente.

—Sí… creo que sí —respondí—. ¿Y tú?

—Yo… también. —Sonrió apenas, pero era una sonrisa frágil, ensayada.

El silencio que siguió fue incómodo.

Antes, nuestras mañanas estaban llenas de pequeñas conversaciones, bromas, o simples gestos cotidianos. Pero ahora parecía que cada palabra debía ser medida, cada mirada controlada, como si habláramos otro idioma.

—Ayer fue un buen día —dije al fin, para romper la tensión.

—Sí. —Su respuesta fue corta, pero su tono era cálido—. Me alegra que te haya hecho bien salir.

—Más de lo que imaginas.

Se mordió el labio, y por un instante pensé que iba a decir algo más. Pero se limitó a revisar mis medicamentos, concentrándose en el cuaderno de registros.

La observé en silencio.

Sus movimientos eran firmes, precisos, profesionales.

Y, sin embargo, había en ella una delicadeza nueva, casi temerosa.

Como si también estuviera intentando no cruzar una línea invisible.

Cuando terminó, se dispuso a salir.

—El desayuno está en la mesa. Si necesitas ayuda, estaré abajo.

Pero antes de que llegara a la puerta, mi voz la detuvo.

—Elena.

Se giró.

Por un segundo, nuestras miradas se encontraron, y todo el aire pareció detenerse entre nosotros.

—Gracias —dije simplemente.

Ella asintió, pero su expresión cambió. Era una mezcla de emoción y algo que no supe descifrar: quizá miedo, quizá deseo, quizá ambas cosas.

Cuando se fue, quedé solo, mirando el reflejo de la ventana.

No era un reflejo cualquiera: era el mío, pero distinto.

Había algo en mis ojos que no veía desde hacía mucho. Vida.

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El resto del día transcurrió en una calma extraña.

Mientras ella limpiaba la sala, yo fingía leer.

Cada tanto levantaba la vista, solo para verla.

La forma en que apartaba el cabello de su rostro, el gesto concentrado cuando ordenaba los papeles… todo en ella tenía una belleza que me dolía mirar.

Y no era solo belleza física: era algo más profundo, más humano.

Esa forma suya de permanecer incluso en medio del cansancio, esa ternura que ni siquiera ella notaba que daba.

A media tarde, el sonido de la lluvia empezó a golpear los ventanales.

El clima cambió de repente, y el aire se volvió más frío.

Elena apareció con una manta entre los brazos.

—Va a refrescar —dijo—. No quiero que te resfríes.

Se acercó para cubrirme, y en ese instante, su perfume me envolvió.

Era un aroma suave, cálido, familiar.

Cuando sus manos rozaron mis hombros, sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío.

Ella lo notó.

La vi dudar, como si quisiera apartarse, pero no lo hizo.

Sus dedos permanecieron allí unos segundos más de lo necesario.

No dijimos nada.

Solo el sonido de la lluvia llenaba el espacio.

Y en ese silencio, hubo algo que se quebró, sin romperse del todo.

Finalmente, dio un paso atrás.

—Te dejaré descansar un poco —murmuró.

—Elena…

—Sí.

—No quiero descansar. Quiero hablar.

Ella me miró con cautela.

—¿Hablar de qué?

—De lo que está pasando. —Tragué saliva—. Entre nosotros.

Elena apretó los labios.

—No está pasando nada, Julián. Solo estás confundido.

—¿Confundido? —reí con amargura—. No lo creo. He pasado meses sintiendo nada. Ni siquiera rabia, ni tristeza. Nada. Y ahora, cuando empiezo a sentir algo, me dices que es confusión.

Sus ojos se humedecieron.

—Eres vulnerable, y yo… no debo cruzar esa línea. No puedo.

—¿Y si ya la cruzamos sin darnos cuenta? —pregunté en voz baja.

Elena me miró fijamente, como si mis palabras la hubieran herido.

—No digas eso, por favor —susurró.

—No lo digo para complicar las cosas. Lo digo porque es verdad. Porque desde que llegaste, algo cambió en mí.

Ella se quedó en silencio.

La lluvia seguía cayendo con fuerza, golpeando los cristales, como si el mundo entero contuviera el aliento.

—Julián, no sabes lo que dices —repitió, pero su voz ya no sonaba segura.

—Sí lo sé. Y tú también lo sabes.

La tensión entre ambos era insoportable.

Por un instante, creí que se marcharía. Pero no lo hizo.

Se quedó allí, mirándome, temblando apenas.

Finalmente, respiró hondo y se obligó a sonreír.

—Voy a prepararte un té —dijo, como si nada hubiera pasado.

—No quiero té. Quiero que me digas la verdad.

—¿Cuál verdad?

—Que también lo sientes.

Elena cerró los ojos.

Por un momento, pensé que iba a negarlo. Pero cuando los abrió, la respuesta estaba ahí, en su mirada.

No necesitó decirlo.

Y en ese instante lo supe: por más que intentáramos disimularlo, el destino ya había cambiado.

Ella salió de la habitación sin decir palabra.

Yo me quedé mirando la puerta cerrada, con el sonido de la lluvia como única compañía.

No sabía si sentir culpa o alivio.

Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, el corazón me dolía… porque volvía a latir.

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Esa noche, cuando escuché sus pasos en el pasillo, fingí estar dormido.

No quería hablar, ni pensar, ni explicar.

Solo necesitaba sentir que estaba allí.

La puerta se abrió despacio.

Elena entró, comprobó que todo estuviera en orden, y se detuvo junto a mi cama.

Pude oír su respiración.

Durante unos segundos, permaneció inmóvil, observándome.

Luego, muy despacio, sus dedos rozaron el borde de la manta, como si quisiera asegurarse de que no tuviera frío.

No dijo nada.

Yo tampoco.

Pero en ese gesto silencioso, en ese roce apenas perceptible, estaba todo lo que las palabras no podían decir.

Cuando la puerta volvió a cerrarse, supe que no había marcha atrás.

Que algo entre nosotros se había encendido, y aunque ninguno lo admitiera, ya ardía en silencio.

Continuará…

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