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Chapter 24 - El Heraldo Bastardo

Antes de convertirse en el excéntrico y calculador Bastardo que era ahora, Ryuusei fue un niño dejado a la merced de la muerte y la desesperación. No conoció el amor. Su mundo estaba forjado en sangre y cenizas, un entorno donde la supervivencia era la única métrica de valor.

Desde el momento en que fue marcado por la Muerte, su destino había sido sellado: entrenar hasta romperse, luchar hasta que su piel se convirtiera en acero, y sobrevivir aunque su alma fuera despedazada en el proceso.

—La vida es la variable más fácil de eliminar —le dijo un soldado, un hombre con una cicatriz que le cruzaba el rostro—. Si aprendes esa regla, la vida te temerá. Si no, morirás hoy.

Ryuusei, entonces un preadolescente, no sintió miedo; sintió un vacío. Su mente, desde muy joven, se aferró a la lógica como su único salvavidas.

Su primer día como aprendiz de heraldo fue una tortura disfrazada de disciplina. No había descanso, no había tiempo para recuperarse. El campo de entrenamiento de los heraldos era un infierno donde solo los fuertes, o los más adaptables, sobrevivían. Golpes, cortes y fracturas eran parte del día a día, pero Ryuusei se negaba a dejarse llevar por el dolor.

—Tu cuerpo no te pertenece —le repetían a diario, sus voces secas y autoritarias—. Es un arma. Si se rompe, lo reparas. Si se debilita, lo fortaleces. La emoción es una falla en el código.

Ryuusei, impulsado por una necesidad casi científica de optimizar su supervivencia, pasó días sin dormir. Era obligado a correr sobre un suelo ardiente, a escalar muros cubiertos de espinas y a luchar contra oponentes que no sentían piedad. Él no pensaba en el dolor; pensaba en la velocidad de curación. ¿Cuántos minutos más necesitaba su cuerpo para regenerar las microfisuras?

El primer elemento de su arsenal, las dagas de teletransportación (un Arma Ancestral, aunque él no lo sabía), se convirtieron en extensiones de sus brazos. Al principio, cada intento de usarlas terminaba en cortes autoinfligidos o en movimientos erráticos, a menudo provocando la risa burlona de los instructores.

—¡Inútil! ¡Eres lento! ¡Mira tus errores! —le gritó un instructor tras un fallo que lo dejó con un corte profundo en el hombro.

Ryuusei se levantó, limpiando la sangre con un movimiento sin emociones. —Error trescientos cuarenta y dos, Instructor. No es un fallo en la velocidad, sino en el cálculo del desfase espaciotemporal. Mis neuronas no lo procesan.

El instructor lo miró con furia, atónito por el lenguaje técnico. —¡No uses tus tonterías, muchacho! ¡Aprende a golpear!

Pero Ryuusei persistió en su método. Tras incontables noches de fracaso y análisis matemático, logró dominarlas. Él no sentía el instinto del guerrero; él calculaba la trayectoria óptima.

Su siguiente prueba fue la Máscara del Yin-Yang. Le permitía ver los patrones de la batalla, anticipar las emociones de sus enemigos, pero también le hacía pagar un precio: cada uso prolongado le causaba un dolor insoportable, como si su cerebro fuera perforado por agujas ardientes.

—La Máscara te dará la victoria, pero te cobrará tu paz —le advirtió el Guardián, un hombre mayor y ciego, antes de dársela.

—¿El precio es la estabilidad mental, señor? —preguntó Ryuusei.

—El precio es la sensación, niño. Deja de analizarlo.

Pero Ryuusei lo analizó. Cada punzada de dolor era un dato. Cada vez que predecía el movimiento de un oponente, lo guardaba en su base de datos cerebral. Aprendió a usar la Máscara solo en ráfagas cortas, cronometrando su uso para obtener el máximo beneficio con el mínimo daño cerebral. No por coraje, sino por eficiencia.

El entrenamiento con los martillos de guerra era peor. Pesados, imposibles de manejar con velocidad para un joven de su constitución, pero capaces de destrozar huesos con un solo golpe. Cada vez que erraba un movimiento, recibía descargas de energía que lo dejaban al borde del colapso.

La lección era simple: o aprendía la fuerza bruta o moría. Ryuusei aprendió la fuerza bruta, pero la combinó con la manipulación del espacio de sus dagas, creando un estilo de combate único y desequilibrado.

Con el tiempo, dejó de sentir miedo, dejó de sentir dolor. Se volvió un guerrero sin piedad, un arma viviente. La Muerte le observaba con frío interés, sin interferir, sin mostrar compasión. Para sus compañeros, Ryuusei era una aberración, alguien que no había nacido para ser heraldo.

El punto de quiebre, el momento que cimentó su aversión a la violencia emocional, llegó cuando le ordenaron ejecutar a un compañero. No porque fuera un traidor, sino porque la Muerte así lo quiso: una simple poda de debilidad.

—Si dudas, morirás tú también —sentenció el Supervisor, con su voz resonando en el patio empapado de lluvia.

Ryuusei miró los ojos de su víctima, un joven llamado Elian, tan desesperado y suplicante como él. Elian se arrodilló, con lágrimas mezcladas con la lluvia.

—¡Ryuusei, por favor! Lo siento, me lesioné. ¡No lo hagas! —rogó Elian.

Ryuusei levantó el pesado martillo, que ahora sentía como una extensión ligera de su voluntad. Se recordó a sí mismo: Su miedo es contagioso. Si dudo, la Muerte me verá como inestable.

Durante un instante, su humanidad intentó aflorar. La escena le parecía irracional, innecesaria, ineficiente.

—Elian —dijo Ryuusei, su voz era un murmullo extrañamente tranquilo—. Lo siento.

Elian lo miró, incrédulo. —¿Qué? ¿De qué hablas?

Ryuusei cerró los ojos, no por piedad, sino para cortar la conexión emocional. 

Al final, el martillo cayó. Y con ese golpe, su corazón no se volvió piedra; se volvió un bloque de vidrio incoloro. Racional, frío, transparente.

Después de la ejecución, Ryuusei no fue recibido con admiración. Fue marcado como un "Heraldo Bastardo": demasiado cerebral, demasiado desapegado, demasiado singular para encajar. Los instructores lo veían como un riesgo, alguien que obedecía la regla, pero que no compartía la fe.

Ahora, en el presente, Ryuusei entendía la ironía. Había sobrevivido a un infierno solo para ser despreciado por aquellos que nunca habían sufrido lo que él. Pero no le importaba. El estigma de ser bastardo le permitió operar fuera de las reglas.

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