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Chapter 25 - Entrenamiento

El viento cortante del inframundo silbaba a su alrededor mientras Ryuusei, cubierto de heridas y sudor, se mantenía en pie con dificultad. Tenía quince años, y el miedo era lo único real. La Muerte lo había lanzado a su entrenamiento final, uno que definiría su destino como Heraldo Bastardo. No había un atisbo de esperanza, solo la rabia cruda de un animal acorralado.

Con la Máscara del Ying-Yang firmemente colocada, el dolor era un zumbido constante en su cabeza, pero la energía fluía a través de su cuerpo como un torrente incontrolable. Cada día era una prueba de resistencia, cada golpe recibido, una enseñanza cruel. Si quería sobrevivir en este mundo, debía dominar el equilibrio entre el Caos y la Paz. Pero él no buscaba el equilibrio; buscaba la supervivencia a cualquier costo.

Un instructor con el rostro cubierto de cicatrices se acercó, escupiendo en el suelo. —Te veo temblar, chico. ¿Qué sientes? Ryuusei apenas podía hablar. Su garganta estaba seca. —Siento... el miedo a morir. El instructor sonrió con una mueca cruel. —¡Bien! Ese miedo es tu maestro. Te enseña a empujar los límites y te obliga a levantarte. La debilidad se ahoga en su propia sangre aquí. ¡Ahora, concéntrate!

El primer dominio que forjó en su arsenal fue el Toque de la Entropía. No era la simple descomposición; era la erradicación absoluta. La aniquilación inmediata de toda forma, de todo significado, de toda existencia.

Sus Martillos no eran meras armas; eran el cincel con el que esculpía la realidad misma, y su lienzo era el mundo.

Comenzó con estructuras colosales: torres de roca negra, muros de metal maldito. Golpe tras golpe, la materia cedía a su voluntad. No se rompía. Simplemente dejaba de ser. En cada impacto, las vibraciones le recorrían los huesos como una maldición viviente, haciendo estallar sus capilares hasta que su piel se tornó un mosaico de moratones púrpura y negro. Sus dedos crujieron bajo el peso de su propia furia, astillándose como madera vieja. Pero el dolor… el dolor no importaba. Era apenas un susurro en la sinfonía de destrucción que había desatado.

—¡Más fuerte! ¡Siente cómo se desmorona! —gritó el instructor. Ryuusei rugió, canalizando toda su frustración y miedo en el impacto. —¡No se desmorona! ¡Desaparece!

Sin embargo, la entropía no solo reclamaba piedra y metal. El verdadero abismo se abrió cuando dirigió su poder contra la carne viva.

El primer sujeto fue un prisionero, arrojado ante él con las manos atadas. Apenas un despojo humano, con el rostro hundido por el hambre y los ojos enturbiados por el miedo. Ryuusei alzó su martillo, y el instinto de supervivencia le obligó a golpear. Y descendió.

La piel del hombre no se desgarró como carne. Se desplomó. Se abrió como un pergamino antiguo hecho trizas por un viento invisible. Su carne, privada de su forma, se derritió en un amasijo burbujeante de vísceras y bilis. La piel se deslizó de su cráneo como una máscara derretida. Los globos oculares explotaron en un chorro de fluido amarillento. La boca intentó formar un grito, pero lo único que emergió fue un gorgoteo grotesco.

Ryuusei vio todo. Sintió todo.

El hedor a carne pútrida se adhirió a sus pulmones como un veneno vivo. Sus brazos, cubiertos de sangre espesa y jirones de médula, comenzaron a temblar. Pero no de miedo. No de horror. De una repugnancia visceral y un oscuro, terrible apetito de poder.

Cada nueva víctima era un sacrificio. Cada músculo desgarrado, cada esqueleto reducido a cenizas era un paso más en la danza de la aniquilación. Al principio, un escalofrío de culpa le recorrió la espalda. Pero pronto… pronto se convirtió en exaltación, una descarga eléctrica de poder que le hacía sentir invencible.

No podía detenerse. No quería detenerse. Porque la entropía no solo devoraba a sus víctimas. También lo devoraba a él.

Dio un paso atrás. Sus Martillos de Guerra, antes una extensión de su propio ser, ahora pesaban como si estuvieran hechos de plomo fundido. La habitación apestaba a muerte, pero no la muerte digna de un guerrero. No. Era la podredumbre inmunda de la carne que se corrompe mientras el cuerpo aún está vivo.

El amasijo que alguna vez fue un hombre aún temblaba en el suelo. Espasmos reflejos recorrían su columna.

—Porque me haces sufrir, niño, porque... —Dijo la masa ensangrentada, con una voz apenas diferenciable.

Ryuusei sintió cómo su estómago se contraía en una arcada violenta. El vómito escapó entre sus dedos en un torrente agrio de bilis y restos de comida.

—¡Lo siento! ¡No es mi intención! —Dijo Ryuusei llorando y teniendo asco a la vez.

Su voz era apenas un susurro quebrado en el vacío de aquella sala mancillada. Esto no era guerra. Esto no era poder. Esto era un crimen, y él era el monstruo que lo cometía.

Miró sus manos. Aún temblaban. Aún estaban cubiertas de fragmentos de piel que no eran suyos.

Retrocedió. Las sombras de la habitación parecían moverse con él.

—No... esto...

Se giró, con la respiración entrecortada, y entonces lo vio. Su reflejo. Su rostro lo observaba de vuelta. Era un monstruo. Su piel cubierta de sangre. Sus ojos... sus ojos estaban rotos, vacíos, pero reflejaban un abismo sin fondo.

Y lo peor… Lo peor no era lo que había hecho. Lo peor era que, en algún lugar, en lo más profundo de su ser... Una parte de él lo había disfrutado.

No hubo advertencias. Lo arrojaron dentro de la cámara oscura y la puerta se selló. Allí no existía la luz, ni el tiempo. Solo una negrura espesa que respiraba a su alrededor.

—Mírate. —La voz de la Muerte era un susurro dentro de su cráneo.

Ryuusei sintió cómo su cuerpo se desvanecía. Su conciencia se fragmentó. En cada espejo roto, vio un horror distinto.

La traición. Vio a sus amigos crujiendo como ramas secas. Vio sus caras desgarradas en muecas de odio y desprecio. —¡Tú nos abandonaste, Ryuusei! ¡Mereces esto! Vio sus manos alzarse, no para salvarlo, sino para despedazarlo, para arrancarle la piel con uñas podridas. El dolor de la puñalada emocional era peor que cualquier tortura física.

La soledad. Vagó por un mundo donde no existía nadie más. Solo ruinas, el eco de pasos que no eran suyos y el sonido lejano, eterno, de su propia voz gritando sin respuesta.

La agonía. Su carne no ardía, no se rompía. Pero sufría. Sintió cómo sus huesos se convertían en agujas que perforaban sus órganos, cómo su piel se desprendía y volvía a crecer solo para desgarrarse otra vez.

Lloró. Gritó hasta desgarrarse la garganta.

—No escaparás de esto. —La Muerte no le permitió rendirse.

Y entonces lo comprendió. No podía luchar contra el Abismo. Solo podía abrazarlo. Aceptó cada pesadilla, cada traición, cada agonía. Las dejó consumirlo, desgarrarlo, reescribirlo.

Y cuando salió del otro lado, ya no era el mismo. Ya no era una víctima. Ahora era el verdugo.

Cuando emergió de la cámara, sus ojos estaban vacíos. Vacíos porque contenían el infinito. El primer enemigo que se atrevió a desafiarlo sintió el peso de su mirada. El hombre cayó de rodillas, sus pupilas dilatadas. Lloró. Suplicó. Y luego comenzó a desgarrarse la piel con sus propias uñas.

Ryuusei observó en silencio, sintiendo una helada calma. El horror se había vuelto una herramienta.

El fuego no es un arma. Es un hambre insaciable.

La primera vez que invocó las Llamas del Ocaso, no fueron sus enemigos los que ardieron. Fue él. El poder surgió de sus palmas como una bestia descontrolada. —¡No puedo controlarlo! ¡Arde! —gritó, envolviendo su piel en lenguas de negro y carmesí.

La regeneración actuó de inmediato, pero no como un alivio. Cada centímetro de carne quemada se reconstruía… solo para ser devorado otra vez. Era un ciclo sin fin, una tortura que lo atrapó.

—¡Alto! ¡Por favor, que se detenga! —imploró, cayendo de rodillas. —¡Domina o muere, Bastardo! —le rugió un instructor—. ¡El miedo es lo que lo alimenta!

Los segundos se convirtieron en siglos. En algún punto, dejó de ser humano. Se convirtió en un ser de puro sufrimiento. —No otra vez… —Su propia voz era un susurro ahogado.

Pero no podía rendirse. No podía temerle al poder que debía dominar. Lo intentó de nuevo, y de nuevo. Cada fracaso lo sumergía en un nuevo círculo de dolor, pero aprendió a resistir el ardor. Aprendió a soportar la regeneración sin que su mente colapsara. Aprendió a domesticar las llamas con su pura terquedad.

Hasta que, finalmente, las Llamas del Ocaso le obedecieron. Cuando las invocó por última vez, las lenguas de fuego bailaron en sus manos sin devorarlo. El infierno se desató sobre sus enemigos. Ryuusei los observó arder.

Su mirada no tenía furia, ni placer. Solo la certeza de que el fuego ahora era suyo.

El destino es frágil. Solo basta un pequeño empujón para cambiarlo todo.

La prueba comenzó con un puente a punto de colapsar. Al otro lado, esperaban arqueros.

—¡Fuerza tu camino! ¡Juega con la suerte! —le ordenó el Guardián.

Ryuusei respiró hondo. Activó la Distorsión del Destino. Todo cambió. Las flechas volaron… y fallaron por milímetros. Los enemigos avanzaron… y el puente crujió en el momento exacto.

Ryuusei sonrió. Una sonrisa de triunfo sucio. Había roto las reglas del mundo.

—¡Puedo hacerlo! ¡Soy imparable! —se dijo con una euforia insensata.

Pero el destino no era tan fácil de engañar. Aceleró el paso, dejando que su arrogancia lo guiara. El puente se quebró repentinamente. Una flecha le atravesó el hombro. El dolor explotó. Intentó alterar la suerte otra vez, pero el mundo se reía de él.

El puente colapsó. Su cuerpo cayó en picada. Iba a morir.

Pero entonces... un último cambio. Su cuerpo golpeó una roca sobresaliente. Estaba vivo, pero destrozado.

Ryuusei jadeó entre la agonía. El destino no lo había abandonado. Solo le había cobrado un precio: el cuerpo roto le recordaría para siempre que nunca debía confiarse.

La Muerte no le enseñó a sanar. Le enseñó a sufrir.

El castigo comenzó sin advertencia. Una lanza le atravesó el pecho. Sangre espesa burbujeó en su garganta. No podía morir. Su cuerpo empezó a rehacerse. El dolor fue inhumano. El dolor fue infinito.

El tormento se repitió cientos de veces. —¡Detente! ¡Ya entendí! ¡Ya lo sé! —Suplicó. —Aprende a desear la muerte, y, al mismo tiempo, a negársela. —le dijo la voz de la Muerte.

Ryuusei no suplicó más. Dejó que el dolor fuera su única compañía. Sobrevivió. Y en esa resistencia absoluta... descubrió su verdadero poder. Cada vez que su carne sanaba, cada vez que su sangre volvía a fluir... el dolor seguía ahí. Siempre estaría ahí.

El precio de la vida... es el sufrimiento eterno.

Para balancear su lado oscuro, entrenó sus dones de Yang, que para él se sentían como una debilidad.

Aura de Resistencia: La Muerte lo envió a un foso con bestias salvajes. El primer golpe le destrozó la clavícula. El siguiente le pulverizó las costillas. —Levántate. —La voz de la Muerte resonó en su mente. El siguiente golpe llegó. Pero no cayó. El Aura de Resistencia lo envolvió. —¡Párate! ¡Párate porque te niegas a morir! —rugió Ryuusei, reforzando su voluntad más allá del dolor.

Curación Ajena: —Salvar a otros... ¿Para qué? —se preguntó. Le lanzaron un compañero moribundo. —Cúralo. —ordenó la Muerte. Ryuusei presionó las manos sobre la herida. Sintió cómo su propia fuerza se drenaba. —El instinto grita que lo deje morir... —Salvar es un sacrificio, Bastardo. —le susurraron. Ryuusei entendió la crueldad del poder. Cada vez que salvaba a otro, su cuerpo se desmoronaba un poco más.

Zona de Equilibrio: Lo arrojaron a una dimensión sin poder. Un prisionero lo desafió. —No sé quién mierda eres, pero te mataré. Ryuusei se lanzó al ataque. Ambos cayeron, sangrando, jadeando. No había ventaja. Solo un combate puro. Ryuusei se levantó primero. La determinación era su única arma real.

Eco de la Vida: Este fue el peor de todos. Las visiones lo devoraban. Vio el pasado y el futuro. Siete generaciones de sufrimiento. El Eco de la Vida no solo le mostró la verdad. Se la hizo sentir. —Los gritos nunca se detienen. El dolor nunca termina. Por primera vez… Ryuusei deseó dejar de existir.

—No hay escapatoria. —le susurró la Muerte.

Así que aprendió a soportarlos. Aprendió a vivir con el peso de todos aquellos que habían caído. Y cuando las visiones finalmente se disiparon… Ryuusei abrió los ojos. Había cambiado. Ya no era el mismo. Era alguien que había visto el horror de la existencia misma… y, por pura terquedad, había decidido seguir adelante.

Tras meses de brutalidad, Ryuusei finalmente se levantó como un guerrero consumado. Su cuerpo marcado por cicatrices imborrables, su mente afilada como una espada. Había dejado de ser solo un joven desafiante. Ahora era el Heraldo Bastardo, forjado en el caos y la paz, listo para desafiar incluso a la Muerte misma.

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