Mientras el murmullo crecía, arrastrándose por las paredes de su mente como uñas sobre hueso, E-34 comenzó a recuperar las sensaciones adormecidas por la oscuridad. Una chispa se encendió en su pecho... pero no fue suficiente.
Desesperado, con la poca lucidez que le quedaba, alzó la jabalina tosca y la clavó en su muslo, en el único que aún respondía.
—Carajo... —siseó entre dientes.
La punzada lo devolvió al presente como una bofetada. Por un instante, la oscuridad se disolvió. Pero el alivio fue efímero. Toda la fatiga, el frío y el dolor acumulados se precipitaron sobre él como una avalancha de carne podrida.
Se revolcó en el suelo, contorsionándose, deseando con cada espasmo regresar al abrazo insensible de la negrura.
—Je... —soltó, mirando su cuerpo tembloroso y cubierto de mugre—. <
Con una mano temblorosa, se limpió el rostro empapado en suciedad, sangre y otros fluidos innombrables. Apretó los dientes, y con un gemido de furia y asco, extrajo la jabalina de su pierna. La carne desgarrada chasqueó como una fruta podrida.
Maldijo. Por enésima vez. Después, aún con la mandíbula tensa, se apoyó en la lanza como si fuera su último vestigio de dignidad y comenzó a cojear, adentrándose más en la garganta de la montaña.
La oscuridad lo seguía. Implacable. Como si le susurrara: Déjate caer... vuelve...
Pero ahora los murmullos —incomprensibles, sí, pero familiares en su tono— encendían una llama, una resistencia. Y en esa batalla sin tregua, su mente tambaleante oscilaba entre la rendición y la obstinación. Cada pensamiento era un campo de guerra.
<<¿Así será siempre la vida? Un ciclo de dolor, como si naciéramos sólo para desangrarnos... Ofelia no fue feliz. Ninguno de los otros códigos lo fue. Y ahora ni siquiera deberían quedar sus restos... no después de la montaña que voló.>>
Un suspiro desgarrado. Cada paso le recordaba que aún no estaba muerto. Lo único que mantenía a raya la oscuridad era el dolor... ese dolor salvaje que le impedía pensar con claridad pero le confirmaba que aún existía.
Y entonces, como si la cueva respondiera a su delirio, el pasillo se abrió de pronto.
Frente a él se extendía una vasta caverna, coronada por estalactitas que colgaban como colmillos. En el centro, un lago fluía silenciosamente, con aguas negras que brillaban bajo la escasa luz, a pesar de hallarse en las entrañas de una montaña congelada.
E-34 parpadeó. Su mirada, temblorosa, recorrió las paredes húmedas, las piedras vivas, el eco del murmullo que no cesaba. Y al fondo, en la parte más profunda, las vio.
Unas puertas de obsidiana. Gigantescas. Imponentes. Sus superficies talladas con líneas intrincadas que palpitaban con un brillo rojizo, como si respiraran.
Y mientras más las observaba... más fuerte era su atracción.
Pero lo que rompió su trance fue la presencia de un esqueleto blanco, casi reluciente, con ropas roídas por el tiempo. Estaba allí, inmóvil, a unos metros de las puertas de obsidiana.
E-34 frunció el ceño. Lo miró más de la cuenta. Cuanto más lo observaba, más le crecía una inquietud desagradable en el pecho. No era miedo… no exactamente. Era esa sensación densa, punzante, como si algo estuviera mal en el orden natural.
Ese esqueleto no pertenecía a ese lugar.
No pertenecía a ningún mundo que E-34 pudiera imaginar.
Soltó un suspiro largo, vencido por la resignación. <
Con esfuerzo, casi arrastrando una pierna que ya no sentía como suya, se acercó. La espalda baja le ardía con un dolor apagado, constante, que lo obligaba a encorvarse. Las venas en su piel ennegrecida palpitaban con un color oscuro, ajeno a toda anatomía natural.
Cada paso era una queja muda del cuerpo. Cada pensamiento, una piedra más en el cuello.
Al llegar lo suficientemente cerca, pudo examinarlo mejor.
El esqueleto estaba apoyado contra una roca, como si se hubiera sentado a descansar… y nunca más se levantara. Tenía los brazos cruzados, aferrando algo contra su pecho, como un secreto mal guardado. Vestía por capas: un gorro ladeado aún pegado al cráneo, abrigo hecho jirones, guantes agujereados, gafas con la montura rota y unas botas con tachones oxidados que, a pesar del óxido, todavía se veían mejores que los trapos inescistentes que cubrían los pies de E-34.
Volvió la mirada hacia su propio cuerpo, hecho de heridas, barro seco... Desnudo.
—¿Cómo carajos un maldito esqueleto está mejor vestido que yo? —murmuró con voz rasposa, cargada de fatiga más que de humor—. No deberías molestarte si te robo una o dos cosas… ¿verdad?
El silencio no respondió, pero el aire pareció tornarse más espeso.
Ignorando el zumbido de alarma que le latía en el pecho, se apoyó con torpeza en su pierna menos muerta y extendió la jabalina. La punta temblaba ligeramente mientras tocaba al esqueleto con cautela, como esperando que saltara de golpe. Una… dos… tres veces.
Nada.
Pero entonces, con un leve chasquido de huesos resecos, los brazos cruzados del esqueleto cedieron y dejaron caer dos objetos. Un cuaderno empastado en cuero negro y un medallón
tallado en madera blanca, envuelto en hilo rojo.
El golpe sordo que hicieron al chocar contra la piedra fue más fuerte de lo que debería.
E-34 retrocedió un paso, sin dejar de observarlo.
—Carajo… esto solo me está poniendo más nervioso.
Pensó que quizá, solo quizá, debía haber quedado dormido allá atrás… en la oscuridad.
